La mar hoy estaba
calma, el viento cálido y nubes al final. Aún no había amanecido y a pesar de
la sensación en su piel agrietada por el salitre, tenía frío.
- Extraño.
-pensó. Nunca tenía frío...
Era una mañana
extraña, silenciosa y vacía. Miró el reloj por si se había quedado dormido, no,
eran las 5 de la mañana, había tomado café de pota que la mujer dejó la noche
anterior y acababa de encender la colilla del cigarrillo que se le quedó pegada
en los labios mientras se quedaba dormido.
La casa estaba
húmeda de eucaliptos y tierra pisada y sentía la turbina del océano
penetrándole en los pulmones. Tosió.
-
Fermín...Fermín...hombre no fumes a estas horas que te vas a matar. -suspiró.
Se escuchó el
rechinar de las sábanas en la noche y volvió a cerrar los ojos.
Cada mañana de
los últimos 43 años había sido igual. La noche de bodas salió también a pescar.
Sonrió, cómo se olvidan los recuerdos.
La dejó en la
cama removiéndose entre las sábanas recordando la noche de bodas.
Cogió el
almuerzo, se vistió su impermeable ya rígido y raído de los años y salió, pero
hoy miró hacia atrás antes de cerrar la puerta, se detuvo un instante y miró su
casa antes de salir. Le recorrió un escalofrío y por un segundo creyó que
sentía miedo, dudó y finalmente salió como cada madrugada.
¿Qué me pasa hoy?
¿Qué bicho me ha picado? Se lamentó cansado y recio y pensó, que estaba viejo. Recordó los días de juventud, cuando
subía la cuesta de su casa desde el puerto con la ristra de calamares y
gritando:
- Maruxa,
Maruxina, mira lo que he cogido esta noche, mira mujer, es que no me oyes.
Así era cada
tarde, cuando retornaba del mar y nunca fallaba la pesca, así era, subía
gritando su nombre como si ese día, solo ese día, trajera la cena agonizando.
Maruxa sonreía
por dentro y no respondía, pretendía que siempre igual y que no entendía sus
bromas. Era el juego de los tiempos, los días de la miseria y la comida siempre
presta, los días de las caldeiradas infinitas y de mojar pan hasta el bostezo.
Eran felices, en el aroma a pimentón dulce y la humedad de la cal, el pan
siempre reciente y la cama humeda de salitre.
Fermín se
arrimaba rechinando las sábanas cada noche, como una noche de bodas sin ir a
pescar y así caliente, la calentaba a ella, que prentendía que siempre igual y
que no entendía por qué la gente daba tanta importancia a estas cosas.
Cerró la puerta y
caminó la cuesta abajo desde su casa mirando al suelo, la luz temblorosa de las
farolas se mezclaba con la llovizna suave que lo iba calando entero.
Cuando llegó al
puerto ya todos estaban preparados, rebañó la copa de aguardiante y saltó al
barco. Hoy no había tenido tiempo para desayunar.
Qué extraño, todo
era nuevo aquella madrugada.
Y la vio de
nuevo, se restregó los ojos con los puños ya sucios de gasoleo y pestañeó
varias veces, pero no pudo volver a cerrarlos.
Marina...se le
escapó su nombre entre las comisuras y cerró los labios. Los ojos ahora se le
humedecieron y se dio la vuelta. Callado desamarró el barco, encendió el motor
y salió del puerto sin despedirse y sin mirarla, sabía que seguiría apoyada en
el espigón de piedra, mirando fijamente la luz roja del farín del puerto y
pensando que estaba en alta mar.
La noche
asustaba, el viento no cesaba y el oleaje complicaba a cada momento la pesca,
por un segundo pensó en volver, pero cambió de idea enseguida. No llevaba nada.
Cada día de su vida con Maruxa había subido la cuesta con algo del mar, no
podía entonces llegar a la casa con el cubo vacío.
También tuvo
miedo, dudó de sí mismo y no pudo recordar las leyes de la pesca, del mar, del
peligro, de la vida, o tal vez decidió olvidarlas. No quería tampoco recordar,
ver en la espuma de las olas su rostro, sus pequeñas manos o el reflejo de su
piel pálida. Pretendió olvidar su juventud, cuando le recitaba sus poemas y
nunca había salido a pescar y ella, que siempre jugaba a saltar desde las rocas
y a gritar mar mientras saltaba.
Mar...y odió la
palabra, la odio tanto que le dolió el pecho, olvidó que no había desayunado y
olvidó lo que recordaba tan rápido como pudo.
-
Fermín...Fermín...mírame.
Apretó los ojos.
-
Fermín...Fermín...mírame.
Él sabía que esta
vez no lo dejaría en paz, que lo llamaría hasta agotarlo y que él abriera los
ojos, que la mirase, que se detuviera en sus pechos jóvenes y erectos, que se
arrepintiera de haberla mirado, que temiera por su vida, que deseara tocarla
deprisa y lento, que olvidase su deseo constante de olvidar, de olvidarla, de
olvidarse. Ese estupido instinto de sobrevivir sin sentir apenas, transitando
el hueco que queda entre un minuto y el siguiente, sin soñar.
Se había
convencido a sí mismo de que era feliz, de que lo tenía todo, de que la vida
era así y madrugaba para salir a pescar y volver a casa con algo en el cubo y
sentirse agotado y dormir, como en su noche de bodas que también salió a
pescar.
Y siguió así,
mirando a sus recuerdos y olvidándose del mar. Las olas crecían y él ya no
podía mirarlas. Comenzó a llorar, a llorar tanto que ya no recordó su casa, ni
tampoco a Maruxa, ni siquiera el cubo de plástico vacío. Sintió un dolor tan
grande que pensó que se le partía el pecho, se extrañó de sí mismo y también
del barco. El mar no lo perdonaría hoy, lo sabía. No le importaba morir solo o
que no pudieran enterrar sus restos, qué me importa hoy, si este cuerpo
acogotado no me importó nunca.
- Fermín, por
favor, mírame.
Y la vio de
nuevo, estaba apoyada en el espigón, ya no miraba la luz roja del farín
pretendiendo rareza, lo miraba a él. Fermín, mírame, ¿me estás viendo?.
Y se entregó a
ella, que lo había mirado cada día, que lo había esperado en el lugar muerto
donde nadie acude, que la había abandonado y partido, que la había negado, y
que ella, había seguido esperando, mientras fingía esa rareza que la asemejaba
a un fantasma. Y él, deseó arrepentirse de no haber sido valiente para amarla y
se arrepintió de su vida porque no la había vivido.
Una ola
descomunal embistió su barco y lo partió por la mitad. Fermín tuvo un instante
para volver la vista y comprobó que no estaba lejos del puerto, podía ver la
temblorosa luz roja del farín. No hizo nada, deseó ser valiente para dejarse
hundir, para no intentar salvar su vida. El barco naufragaba. Fermín cerró los
ojos y respiró muy hondo, aún le dolía el pecho.
En el puerto
estaban todos, los últimos pescadores ya habían llegado, la tempestad los había
despertado. Maruxa no había bajado, estaba en la ventana de la casa mirando al
mar.
Continuó
lloviendo durante toda la noche mientras esperaban a Fermín, pero no regresó.
En el espigón del puerto una
mujer sentada.
Su gesto sonriente.
De no ser porque todo el
pueblo la conocía, hubieran pensado que era de algún lugar, que estaba mirando
el mar, que no era la mujer de ningún pescador que la hubiera olvidado o que
estaba viuda.
Miraba al mar, con su pelo
enredado de no peinarlo, con sus manos pulidas de nunca haber trabajado, de
uñas despintadas.
Todos los hombres del
pueblo la miraban con desprecio, con esas ganas de cuerpo que les dejan en la
boca sabor a colilla olvidada, todos conocían su cuerpo desnudo y frío, cada
uno de ellos lo había tocado con sus abrazos sin cuerpo, sin calor de abrazos,
porque ellos solo querían recordar que lo hicieron, que también una noche fue
de bodas, pero ella no era una novia y volvía el desprecio y la colilla olvidada
en sus labios mientras la besaban, mientras recorrían su cuerpo vaciado y ellos
no la tocaban ni la besaban, porque no la amaban, porque la despreciaban,
porque cada noche se turnaban en su puerta con la cabeza vacía, borrachos y
sucios de mar, de salitre y olor a hierros oxidados.
Se levantó, se cubrió los
hombros con la toquilla raída, hacía frío aquella mañana.
Te amo Mar, te deseo y te
nombro, te abandono, te olvido, te niego, te dejo, me voy.
Aún ella lo miró al
marcharse, se asomó una vez nueva desde la ventana, amanecía y subía este olor
a sudor reciente que desprenden las flores en la primera hora de la mañana. Se
volvió a la cama. Creyó realmente
que podría seguir amándolo, que era una parte de su vida, que lo tenía prendido
de sus pechos menudos, pensó que estaba enamorada, le escoció el alma y las
tripas que se le habían pegado, quiso morir, quiso morir varias veces y se lo
repitió mordiéndose el borde de los labios, la piel fina, rosada, hasta sangrar, y un borrón de
color rojizo se le resecó en sus comisuras.
Llegó a su casa, empujó la puerta sin cerradura, olía a suciedad
transitada, a vacío y se reconoció allí, donde estaba su nada, el vacío enamorado
que le dejó el amor. Se sentó en el sillón, a esperar a que se abriera la
puerta sin aviso, a esperar, a seguir esperando. No necesitaba que los sucios
nudillos de los hombres del pueblo golpearan su puerta, no pensaba levantarse para
abrirla.
Escuchó unos pasos rudos y torpes al final de la calle, la tos seca de tabaco y humedad que se calaba hasta los huesos, el hombre escupió y pudo escuchar el carraspeo aún mojado en la garganta. Se quitó la toquilla raída y fue hacía la cama.
La noche había sido demasiado larga. Parece que los hombres se habían puesto de acuerdo para visitarla.
En algún momento, mientras otro se restregaba en sus pechos adelgazados, los escuchaba conversar en su puerta. Hacían bromas de hombres, de pescadores, de nadas. Bromas sin rostros, sin sentimientos, comentarios hoscos de hombres de mar ajados. Esperaban su turno en la puerta y se calentaban unos a otros mientras alguno sacaba la petaca y se liaba otro cigarrillo.
Miró al océano antes de cerrar la puerta al último de aquellos hombres, la turbina imparable, la oscuridad.
Sintió frío, se intuía un pequeño haz de claridad en el horizonte, parecía que no tardaría mucho en amanecer.
Ella solo llevaba la toquilla raída sobre los hombros y estaba temblando. Se sentía agotada. Cerró la puerta con descuido y fue hacia la estufa de gas. Se acercó mucho, necesitaba calentarse. Le picaban las piernas del calor. Se quedó así un rato, quieta, con la cabeza vacía.
Fue hacia la mesa que había en medio de la sala para dejar el último billete sobre el plato repleto de dinero. Se sorprendió al ver la caja oxidada decorada con motivos chinos. ¿Qué hacía ahí? En la mesa, a la vista de todos.
Cogió el camisón que se escurría en el respaldo de la silla de madera, se lo puso y se apretó la toquilla. Abrió la caja. Aún quedaba un pedazo de resina.
Hacía unas semanas había llegado al puerto un carguero desde Yemen. Permació anclado varios días debido a una avería. Fue en aquellos días cuando uno de sus marineros se acercó a la aldea, llamó a su puerta y ella le dejó pasar.
Era diferente a los hombres que habían pasado por su cuerpo. Aquel hombre era moreno, de piel oscura y rasgos árabes. Estaba limpio. Nunca dijo una palabra. Problamente porque no conocía la lengua.
Se sentó en la cama sin quitarse el abrigo marinero brillante de grasa y aceite y sacó una petaca del bolsillo, la abrió y tomó en sus dedos un pequeño trozo de color amarillo, colocó el trozo dentro de la pipa metálica que colgaba en sus labios y la encendió. El humo blanco se expandió por la habitación. Tenía un olor agradable. Ella lo miraba fijamente a los ojos. El marinero le ofreció la pipa de color de acero después de darle tres caladas. Marina la cogió y fumó también.
Pensaba en esto mientras alargaba la mano hacia la caja, la abría y sacaba la resina.
Recordó sin prisa una de las tardes que vino a visitarla. Al entrar pronunció unas palabras que ella no pudo entender, parecía enfadado, inquieto. Enseguida entendió que se había olvidado la pipa. Entonces sacó un cuchillo grande que llevaba dentro de una funda de cuero enganchada en la pierna con unas hebillas, acerco el cuchillo a la llama de la estufa y lo dejó hasta que estuvo al rojo vivo. Entonces colocó el pedazo de resina encima y aspiró el humo blanco que desprendía al quemarse.
Marina giró la cabeza con pereza, abrió el cajón de la cocina y sacó el cuchillo. Se acercó hacia la estufa y lo colocó en la llama. El pedazo de resina en la otra mano.
A la tarde subió un pescador a visitarla, como no abría la puerta empujó y la puerta se abrió. Se asomó a la casa y la vio tirada en el suelo, junto a la estufa. Estaba muerta.
- Al parecer se le apagó la estufa mientras dormía y el gas siguió saliendo de la bombona. Una pena chico, una pena.
A la mañana siguiente la sacarón dos trabajadores de la funeraria en un ataud de pino para enterrarla en el cementerio civil del concello.
No se acercó nadie del pueblo.
Nadie la había velado aquella noche en su casa.