domingo, 15 de junio de 2025

Padre caracol

Ayer lloraste Avena, tú corazón niño se encogió y yo temí por tu inocencia, pero claro, es que no me doy cuenta de que estoy siempre tan cerca, tan temerosa de tu mirada y tus encuentros. Velo por ti Avena. La noche es diferente porque tus sueños son infranqueables. Cuando duermes no temo, porque sé que si tienes miedo me vas a llamar. La noche calma cuando es rutinaria, cuando lo único que cambian son los sueños.

Te pongo en tu cama y te cubro o tú te pones y yo te cubro.

Sin embargo ayer lloraste de separación, cuando entendiste que no podías viajar con tus caracoles.

Mamá y yo te explicábamos. que al país que marchábamos no podías llevarlos, que allí hacía frío y que apenas llovía. Tú llorabas en silencio en tus ojos de ahora. Avena, la cara se te transforma y a veces, no pareces el mismo y yo me aferro a la otra, a la que conozco, cerrando mis ojos para verte mejor. Y tú no te fijas, solo cuando me estás hablando y yo no te escucho. Y no quiero ver que el tiempo pasa también por tu cara.

Hemos bajado al huerto, al cruzar el patio has visto más caracoles y nos has mirado abriendo por un instante tu boca niña. para pedirnos algo y no has dicho ninguna palabra. Tu madre y yo te hemos mirado con el mismo vacío que tú sientes ahora Avena, en estos momentos eternos de tu vida niña que son ahora y para siempre y después te olvidas y no sé si se quedan guardados y serán tu historia, porque el caso es que los olvidas, y como te duelen, nosotras ya no los recordamos más juntos, para que no te vuelva el dolor. 

Tú sigues, cruzas el patio y ya estás en el huerto. Llevas en tus pequeñas manos a tus caracoles, los miras y no dices nada y no nos miras porque no quieres leer la página de la vida que te habla de la realidad. Esquivas ágil los lugares del desamparo y así puedes sonreír, vuelves a sonreír.

Te veo hablando con tus caracoles, yo no sé que les dices, tú madre sí, te mira desde lejos. Llueve. Yo avanzo un paso para ir a tu encuentro, quiero ayudarte y ella me agarra fuerte del brazo. Siento la determinación de su mano joven que no me asusta. Escucho sus palabras de silencio que me llegan en sus dedos. No me vuelvo a mirarla. Tú vas dejando uno a uno los caracoles en el barro, en las hojas de las lechugas, en los palos rotos que encuentras. Procuras que no los tiren las gotas que caen y a la vez procuras que estén entre ellas. Los miras y te mojas y a nosotras eso no nos importa. No sabemos si lloras, no te escuchamos y llueve y entonces tu madre, erguida y mojada bajo la lluvia, te llama, te vuelves mientras nos dice que volvamos a casa, que está lloviendo, que tienes que cenar y que está cansada.

Ya es de noche Avena, la rutina del cielo negro y las estrellas, de tus preguntas infinitas acerca de las nubes o de la luna. Estás cansado, bostezas y te dejas poner tu pijama, como no te gusta dormir solo me pides un cuento a oscuras, un cuento sin libro y tu madre nos apaga la luz y baja las escaleras.

Me llamas y me miras a los ojos y me preguntas
por los caracoles.

Nos dormimos.



sábado, 7 de junio de 2025

MCA



Qué he de temer, lo ignoro – pero, desquiciada, lo temo todo,  sospecho que son causa de tu larga demora.

Las heroidas, Ovidio

Y seguía trazando el círculo en la arena, la circunferencia antigua de angustia y dolor. Procuraba cantar para no asustar a los pájaros y volvía a dibujar meticulosamente la forma. 

La cala, el rincón de piedra y los días. Se escuchaba el mar en calma y la casa. La sal golpeando su rutina y las manos secas, sedientas de espera y de tejer. 

Dejó el palacio hace semanas. Nadie sabía dónde buscarla. Los pretendientes, las sirvientas, la serpiente y el grito desolado del niño en la noche. Oscuridad y terror. 

El festín interminable del abandono, la espera y se preguntaba de nuevo si regresaría. Si podría algún día llamarse viuda o esposa.

Había dejado de mirar al mar. Así era, una nada abandonada, una madeja, el pelo enredado por la sal.

Vivía sola ahora, estaba siempre sola. Nadie ni siquiera por lástima bajaba a escucharla y nadie la acompañaba en su canto, nada. Paseaba sin sentido junto al mar, como buscando algo por la orilla. Miraba la arena obsesivamente como queriendo encontrar tesoros, esperanzas, pero nada, vacío y soledad, silencio. En la aldea hablaban de ella, la loca, la llamaban. Y su nombre era Penélope, la que había dejado de esperar. 

Antes era diferente, miraba al horizonte, búscaba su nave en el vacío o la noche. Y seguía tejiendo. Había empezado el sudario de Laertes después de la marcha de Ulises, algún tiempo después de la muerte del patriarca. Ahora en la playa continuaba tejiendo sin tiempo y cada día la arena desaparecía con el manto que seguía alargándose hasta casi la orilla.

Cuando el agotamiento paralizaba la costumbre de vivir, el hábito de seguir. Solo entonces paraba de tejer, dejaba las agujas a un lado sobre la arena y se levantaba. Entonces extendía el manto un poco más, cubriendo así otro trozo de la playa.

Era el día siguiente de su partida, Penélope aún no hablaba sola, sin embargo tenía esta costumbre vieja de narrar sus haceres. Su voz reproducía sus pasos y narraba los movimientos premeditados de sus manos. En aquellos días danzaba. Por la mañana sin despertarse, salía de la cueva donde dormía y se encaminaba hacia la orilla, descalza, con su corazón arrasado. Nadie diría que penaba, tan solo que estaba desnuda y su piel celebraba la luz recién llegada. 

Era la primera mañana, había dormido sin despertarse, la respiración suave. Cuando estuvo frente al mar lloró. Y así fue cada amanecer, después de la noche, con la primera luz del día salía de la cueva, lloraba, miraba al fondo y se sentaba en el suelo junto al manto, enganchaba la aguja en el último punto sin hacer y comenzaba a tejer.

Y así transcurrieron varios amaneceres y ella llegaba desnuda y comenzaba a bailar. También por aquellos días empezó a cantar. Introducía cambios en su rutina sin ser consciente, no sonreía.

Había logrado caminar por la orilla sin mirar al mar, descalza y desierta por dentro. Sus pensamientos se habían agrietado y sus canciones ya no sonaban como antes.

Se acostumbró al dolor, al silencio, a la espera. Su vida continuaba esta costumbre vacía. Se despertaba, caminaba sobre el manto hasta la orilla y regresaba a la entrada de la cueva para seguir tejiendo. 

El palacio de Penélope, la casa abandonada a la que da la espalda. Desde el balcón de su dormitorio nupcial, ya no se veía la arena de la playa. El manto de Laertes la cubría desde el principio al mar, las olas rompían bajo el tejido y lo hacían ondular.

Un día fue diferente, entró en el mar y nadó adentro. Sintió el agua golpeando su rostro, el pelo enmarañado que se empapaba, sintió su piel, su cuerpo, los pies moviéndose debajo y siguió así avanzando, contra las olas y contra la espuma, sin mirar al horizonte.

Estuvo nadando hasta el mediodía. Su piel reseca se reblandeció y se limpió. Cuando tocó el suelo se dio cuenta de que había pasado mucho tiempo en el agua, caminaba hacia la orilla y se miraba los dedos de las manos arrugados. Penélope tenía los labios amoratados. Su pelo enredado colgaba en madejas y se desordenaba por su pecho. Olía a pescado, a yodo y a aire, fresco.

Salió del agua y se sentó en la orilla sobre el manto, las olas rompían en sus muslos y podía sentir su bofetada fría. Se tumbó y miró al sol, la luz intensa le quemaba las pupilas. Bajo su espalda los nudos del sudario que con tanto cuidado había tejido se le clavaban produciendo una sensación de dolor agudo. Aún sentía que podía dejar de respirar, sin embargo cerró los ojos, cogió en sus manos puñados de arena y los apretó para sentir la tierra. Estaba regresando, podía sentir el murmullo de la nave resonando, el agua agitada. Se quedó tumbada, muda. Dejó que pasara este momento.

Cuando se incorporó, la ciudad recibía al héroe y lo honraba. Lo bañaban en incienso y lo tocaban, lo tocaban. 

Ella lo escuchó, hasta la playa llegó la resonancia de su voz y su quejido.

Preguntó por ella, nadie le respondió, le dijeron pasa, ya no importa, olvida, es tarde.

- He llegado tarde.

La mesa estaba preparada y se sentaron a comer.

Penélope, la abandonada dos veces, la que el olvido borró, de la tierra.

A la mañana siguiente se asomó al balcón del palacio, había dormido acompañado. Los vapores del vino y la pesadez de las carnes. Dos mujeres se acurrucaban junto a él. La brisa del mar rozó su rostro haciéndole llorar. 

En la playa, un manto granate tejido prietamente cubría la arena hasta el mar, las olas rompían sobre el tejido y lo mecían.

Ulises pensó que había pasado mucho tiempo, que bajaría más tarde y se bañaría en el mar, desnudo.

Aquella noche, antes del baño, mandó que recogieran el sudario de la playa. Cuando llegó descalzo, las olas ya habían borrado todas las huellas.

Penélope yacía en la orilla, olvidada de todos, invisible y muerta.