martes, 30 de enero de 2024

MAL

 

La mar hoy estaba calma, el viento cálido y nubes al final. Aún no había amanecido y a pesar de la sensación en su piel agrietada por el salitre, tenía frío.

 

- Extraño. -pensó. Nunca tenía frío...

 

Era una mañana extraña, silenciosa y vacía. Miró el reloj por si se había quedado dormido, no, eran las 5 de la mañana, había tomado café de pota que la mujer dejó la noche anterior y acababa de encender la colilla del cigarrillo que se le quedó pegada en los labios mientras se quedaba dormido.

La casa estaba húmeda de eucaliptos y tierra pisada y sentía la turbina del océano penetrándole en los pulmones. Tosió.

 

- Fermín...Fermín...hombre no fumes a estas horas que te vas a matar. -suspiró.

 

Se escuchó el rechinar de las sábanas en la noche y volvió a cerrar los ojos.

 

Cada mañana de los últimos 43 años había sido igual. La noche de bodas salió también a pescar. Sonrió, cómo se olvidan los recuerdos.

 

La dejó en la cama removiéndose entre las sábanas recordando la noche de bodas.

 

Cogió el almuerzo, se vistió su impermeable ya rígido y raído de los años y salió, pero hoy miró hacia atrás antes de cerrar la puerta, se detuvo un instante y miró su casa antes de salir. Le recorrió un escalofrío y por un segundo creyó que sentía miedo, dudó y finalmente salió como cada madrugada.

 

¿Qué me pasa hoy? ¿Qué bicho me ha picado? Se lamentó cansado y recio y pensó, que estaba  viejo. Recordó los días de juventud, cuando subía la cuesta de su casa desde el puerto con la ristra de calamares y gritando:

 

- Maruxa, Maruxina, mira lo que he cogido esta noche, mira mujer, es que no me oyes.

 

Así era cada tarde, cuando retornaba del mar y nunca fallaba la pesca, así era, subía gritando su nombre como si ese día, solo ese día, trajera la cena agonizando.

Maruxa sonreía por dentro y no respondía, pretendía que siempre igual y que no entendía sus bromas. Era el juego de los tiempos, los días de la miseria y la comida siempre presta, los días de las caldeiradas infinitas y de mojar pan hasta el bostezo. Eran felices, en el aroma a pimentón dulce y la humedad de la cal, el pan siempre reciente y la cama humeda de salitre.

Fermín se arrimaba rechinando las sábanas cada noche, como una noche de bodas sin ir a pescar y así caliente, la calentaba a ella, que prentendía que siempre igual y que no entendía por qué la gente daba tanta importancia a estas cosas.

 

Cerró la puerta y caminó la cuesta abajo desde su casa mirando al suelo, la luz temblorosa de las farolas se mezclaba con la llovizna suave que lo iba calando entero.

Cuando llegó al puerto ya todos estaban preparados, rebañó la copa de aguardiante y saltó al barco. Hoy no había tenido tiempo para desayunar.

Qué extraño, todo era nuevo aquella madrugada.

 

Y la vio de nuevo, se restregó los ojos con los puños ya sucios de gasoleo y pestañeó varias veces, pero no pudo volver a cerrarlos.

Marina...se le escapó su nombre entre las comisuras y cerró los labios. Los ojos ahora se le humedecieron y se dio la vuelta. Callado desamarró el barco, encendió el motor y salió del puerto sin despedirse y sin mirarla, sabía que seguiría apoyada en el espigón de piedra, mirando fijamente la luz roja del farín del puerto y pensando que estaba en alta mar.

 

La noche asustaba, el viento no cesaba y el oleaje complicaba a cada momento la pesca, por un segundo pensó en volver, pero cambió de idea enseguida. No llevaba nada. Cada día de su vida con Maruxa había subido la cuesta con algo del mar, no podía entonces llegar a la casa con el cubo vacío.

También tuvo miedo, dudó de sí mismo y no pudo recordar las leyes de la pesca, del mar, del peligro, de la vida, o tal vez decidió olvidarlas. No quería tampoco recordar, ver en la espuma de las olas su rostro, sus pequeñas manos o el reflejo de su piel pálida. Pretendió olvidar su juventud, cuando le recitaba sus poemas y nunca había salido a pescar y ella, que siempre jugaba a saltar desde las rocas y a gritar mar mientras saltaba.

 

Mar...y odió la palabra, la odio tanto que le dolió el pecho, olvidó que no había desayunado y olvidó lo que recordaba tan rápido como pudo.

 

- Fermín...Fermín...mírame.

 

Apretó los ojos.

 

- Fermín...Fermín...mírame.

 

Él sabía que esta vez no lo dejaría en paz, que lo llamaría hasta agotarlo y que él abriera los ojos, que la mirase, que se detuviera en sus pechos jóvenes y erectos, que se arrepintiera de haberla mirado, que temiera por su vida, que deseara tocarla deprisa y lento, que olvidase su deseo constante de olvidar, de olvidarla, de olvidarse. Ese estupido instinto de sobrevivir sin sentir apenas, transitando el hueco que queda entre un minuto y el siguiente, sin soñar.

Se había convencido a sí mismo de que era feliz, de que lo tenía todo, de que la vida era así y madrugaba para salir a pescar y volver a casa con algo en el cubo y sentirse agotado y dormir, como en su noche de bodas que también salió a pescar.

 

Y siguió así, mirando a sus recuerdos y olvidándose del mar. Las olas crecían y él ya no podía mirarlas. Comenzó a llorar, a llorar tanto que ya no recordó su casa, ni tampoco a Maruxa, ni siquiera el cubo de plástico vacío. Sintió un dolor tan grande que pensó que se le partía el pecho, se extrañó de sí mismo y también del barco. El mar no lo perdonaría hoy, lo sabía. No le importaba morir solo o que no pudieran enterrar sus restos, qué me importa hoy, si este cuerpo acogotado no me importó nunca.

 

- Fermín, por favor, mírame.

 

Y la vio de nuevo, estaba apoyada en el espigón, ya no miraba la luz roja del farín pretendiendo rareza, lo miraba a él. Fermín, mírame, ¿me estás viendo?.

 

Y se entregó a ella, que lo había mirado cada día, que lo había esperado en el lugar muerto donde nadie acude, que la había abandonado y partido, que la había negado, y que ella, había seguido esperando, mientras fingía esa rareza que la asemejaba a un fantasma. Y él, deseó arrepentirse de no haber sido valiente para amarla y se arrepintió de su vida porque no la había vivido.

 

Una ola descomunal embistió su barco y lo partió por la mitad. Fermín tuvo un instante para volver la vista y comprobó que no estaba lejos del puerto, podía ver la temblorosa luz roja del farín. No hizo nada, deseó ser valiente para dejarse hundir, para no intentar salvar su vida. El barco naufragaba. Fermín cerró los ojos y respiró muy hondo, aún le dolía el pecho.

 

En el puerto estaban todos, los últimos pescadores ya habían llegado, la tempestad los había despertado. Maruxa no había bajado, estaba en la ventana de la casa mirando al mar.

Continuó lloviendo durante toda la noche mientras esperaban a Fermín, pero no regresó.