Qué he de
temer, lo ignoro – pero, desquiciada, lo temo todo, sospecho que son
causa de tu larga demora.
Las heroidas, Ovidio
Y seguía trazando
el círculo en la arena, la circunferencia antigua de angustia y dolor.
Procuraba cantar para no asustar a los pájaros y volvía a dibujar
meticulosamente la forma.
La cala, el rincón de piedra y los días. Se escuchaba el mar
en calma y la casa. La sal golpeando su rutina y las manos secas, sedientas de
espera y de tejer.
Dejó el palacio hace semanas. Nadie sabía dónde buscarla.
Los pretendientes, las sirvientas, la serpiente y el grito desolado del niño en
la noche. Oscuridad y terror.
El festín interminable del abandono, la espera y se
preguntaba de nuevo si regresaría. Si podría algún día llamarse viuda o esposa.
Había dejado de mirar al mar. Así era, una nada abandonada,
una madeja, el pelo enredado por la sal.
Vivía sola ahora, estaba siempre sola. Nadie ni siquiera por lástima bajaba a escucharla y nadie la acompañaba en su canto, nada. Paseaba sin sentido junto al mar, como buscando algo por la orilla. Miraba la arena obsesivamente como queriendo encontrar tesoros, esperanzas, pero nada, vacío y soledad, silencio. En la aldea hablaban de ella, la loca, la llamaban. Y su nombre era Penélope, la que había dejado de esperar.
Antes era diferente, miraba al horizonte, búscaba su nave en el vacío o la noche. Y seguía tejiendo. Había empezado el sudario de Laertes después de la marcha de Ulises, algún tiempo después de la muerte del patriarca. Ahora en la playa continuaba tejiendo sin tiempo y cada día la arena desaparecía con el manto que seguía alargándose hasta casi la orilla.
Cuando el agotamiento paralizaba la costumbre de vivir, el
hábito de seguir. Solo entonces paraba de tejer, dejaba las agujas a un lado
sobre la arena y se levantaba. Entonces extendía el manto un poco más,
cubriendo así otro trozo de la playa.
Era el día siguiente de su partida, Penélope aún no hablaba sola, sin embargo tenía esta costumbre vieja de narrar sus haceres. Su voz reproducía sus pasos y narraba los movimientos premeditados de sus manos. En aquellos días danzaba. Por la mañana sin despertarse, salía de la cueva donde dormía y se encaminaba hacia la orilla, descalza, con su corazón arrasado. Nadie diría que penaba, tan solo que estaba desnuda y su piel celebraba la luz recién llegada.
Era la primera mañana, había dormido sin despertarse, la
respiración suave. Cuando estuvo frente al mar lloró. Y así fue cada amanecer,
después de la noche, con la primera luz del día salía de la cueva, lloraba,
miraba al fondo y se sentaba en el suelo junto al manto, enganchaba la aguja en el último punto sin hacer y comenzaba a tejer.
Y así transcurrieron varios amaneceres y ella llegaba desnuda y comenzaba a bailar. También por aquellos días empezó a cantar. Introducía cambios en su rutina sin ser consciente, no sonreía.
Había logrado caminar por la orilla sin mirar al mar, descalza
y desierta por dentro. Sus pensamientos se habían agrietado y sus canciones ya
no sonaban como antes.
Se acostumbró al dolor, al silencio, a la espera. Su vida continuaba esta costumbre vacía. Se despertaba, caminaba sobre el manto hasta la orilla y regresaba a la entrada de la cueva para seguir tejiendo.
El palacio de Penélope, la casa abandonada a la que da la espalda. Desde el balcón de su dormitorio nupcial, ya no se veía la arena de la playa. El manto de Laertes la cubría desde el principio al mar, las olas rompían bajo el tejido y lo hacían ondular.
Un día fue diferente, entró en el mar y nadó adentro.
Sintió el agua golpeando su rostro, el pelo enmarañado que se empapaba, sintió
su piel, su cuerpo, los pies moviéndose debajo y siguió así avanzando, contra
las olas y contra la espuma, sin mirar al horizonte.
Estuvo nadando hasta el mediodía. Su piel reseca se
reblandeció y se limpió. Cuando tocó el suelo se dio cuenta de que había pasado
mucho tiempo en el agua, caminaba hacia la orilla y se miraba los dedos de las
manos arrugados. Penélope tenía los labios amoratados. Su pelo enredado colgaba
en madejas y se desordenaba por su pecho. Olía a pescado, a yodo y a aire,
fresco.
Salió del agua y se sentó en la orilla sobre el manto, las
olas rompían en sus muslos y podía sentir su bofetada fría. Se tumbó y miró al
sol, la luz intensa le quemaba las pupilas. Bajo su espalda los nudos del
sudario que con tanto cuidado había tejido se le clavaban produciendo una
sensación de dolor agudo. Aún sentía que podía dejar de respirar, sin embargo
cerró los ojos, cogió en sus manos puñados de arena y los apretó para sentir la
tierra. Estaba regresando, podía sentir el murmullo de la nave resonando, el
agua agitada. Se quedó tumbada, muda. Dejó que pasara este momento.
Cuando se incorporó, la ciudad recibía al héroe y lo
honraba. Lo bañaban en incienso y lo tocaban, lo tocaban.
Ella lo escuchó, hasta la playa llegó la resonancia de su
voz y su quejido.
Preguntó por ella, nadie le respondió, le dijeron pasa, ya
no importa, olvida, es tarde.
- He llegado tarde.
La mesa estaba preparada y se sentaron a comer.
Penélope, la abandonada dos veces, la que el olvido borró,
de la tierra.
A la mañana siguiente se asomó al balcón del palacio, había
dormido acompañado. Los vapores del vino y la pesadez de las carnes. Dos
mujeres se acurrucaban junto a él. La brisa del mar rozó su rostro haciéndole
llorar.
En la playa, un manto granate tejido prietamente cubría la
arena hasta el mar, las olas rompían sobre el tejido y lo mecían.
Ulises pensó que había pasado mucho tiempo, que bajaría más
tarde y se bañaría en el mar, desnudo.
Aquella noche,
antes del baño, mandó que recogieran el sudario de la playa. Cuando llegó
descalzo, las olas ya habían borrado todas las huellas.
Penélope yacía en la orilla, olvidada de todos, invisible y muerta.
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