martes, 26 de agosto de 2025

Soñando con ser maquinista


Esta mañana hemos cogido el tren. Al llegar a la estación me has dicho que de mayor quieres ser maquinista. Yo me he reído imaginándote en la cabina, muy serio y concentrado, con un bigote negro muy bien peinado. Imaginaba que iba cada día a la estación y te decía adiós desde la plataforma, tú cogías tu bolsa con el desayuno que yo te había preparado y me sonreías sin verme. 

Desde que has crecido es así y yo ya me he acostumbrado. Tú mirada se ha marchado a las cosas y a mí ahora me ves con las manos o cuando apagas la luz de la habitación y te duermes.

Ahora, cuando te despiertas temprano, sales a caminar. Yo sé que hace frío y que te gusta. Tu cuerpo ahora es fuerte y guardas tu calor, que no puedes compartir. 

Me dices que nunca tendré frío y yo te miento, porque cuando conduces atravesando los raíles, lejos de casa, me tapo con la manta que tenemos siempre en el sofá y bebo las infusiones que hemos recogido antes en las rocas. Te miento porque no quiero que te pese mi soledad y mi dolor de haber pasado tus días, porque no quiero que sepas que ahora me parece que me queda menos tiempo y que me despierto antes porque no quiero olvidarme de tus ojos cerrados cuando duermes.

Esta vez me dices que vas viajar más días, que tal vez no vuelvas hasta dentro de semanas. No he podido preparar más desayunos y tú has cogido la bolsa que cada día te llevo como si un día fueran los demás y pudieras guardarlos en esta bolsa, que tú todavía tomas de mis manos sin verla. 

Hoy me he quedado más tiempo hasta que ha arrancado tu tren y he vuelto a casa despacio. No quería pensar ni soñar contigo, ni tampoco recordar los días en el arroyo, ni cuando llegaste al mundo cubierto de avena y tu madre te tomó en sus brazos y te lamió y me miraba respirando y yo no podía verla. 

A veces es así Avena, nos miramos sin vernos mientras nos recordamos antes, cuando éramos tan solo dibujos detenidos en el tiempo. Como ahora que me estás diciendo que serás maquinista.

De pronto te miro y se me diluye el sueño de la estación. Me llamas dos veces porque otra vez me he quedado en mis pensamientos. Sé que te irrita y yo sé que no puedo evitarlo. Tú aún no te das cuenta de que yo a veces también me olvido de tu presencia, aún no sabes que a veces nos paramos en una nada extraña que detiene el tiempo y lo perdemos, como tú perderás hoy este tren que estamos viendo. Tú en la cabina con tu volante y yo diciéndote adiós aún, con mis manos vacías. 

Me vuelves a tirar de la mano para que avancemos. Tu madre nos ha visto y nos llama. Ha venido a recogerte. Lleva en la mano un paquete de papel y te hace señas. Sonríe y tú corres porque adivinas que ha traído tu dulce preferido. Te adelantas a tu boca pegajosa y llena de azúcar y te ríes a carcajadas sabiendo lo que va a pasar. Que iremos después a jugar con los niños y que acabarás exhausto mientras nosotras nos sentamos terminando la mañana, en silencio, sin mirarnos.

Hoy no dormiremos juntos. Sin embargo lo has olvidado y me preguntas si vamos a coger este tren, ¿el otro?, ¿el de allí? e insites en que tú quieres viajar ahora en tren sin recordar que hemos salido para que juegues con los niños.

Eres así Avena, te olvidas de lo siguiente cuando estamos en las cosas. Es lo contrario a mí, y también a tu madre que las dejó detrás, en la entrada de la casa donde solo crecía la pequeña maleza. Ella quería vivir en la arena, jugar entre los animales o dormir destapada. Decía que el viento le contaba historias y que de mayor quería ser pájaro. Yo miraba al cielo y la veía ahí, mirando la luz que traía insectos, pequeñas aves amigas y el espacio amplio. Me sentaba en un poyete y tejía con las lanas de colores todas estas mantas que ahora no nos caben en nuestra casa y que tampoco nos sirven para nada. 

Me repites que de mayor quieres ser maquinista. Yo no traigo la bolsa con el desayuno, tu madre nos está llamando
desde su rostro amplio sonriendo.

- Vamos Avena. - te digo al tiempo que me tiras de la mano y me sacas de mi ensueño. 


jueves, 21 de agosto de 2025

LDARF

Cuando saió de la pequeña cabaña al amanecer sintió un nudo en la garganta, al cerrar la puerta se detuvo para observar cada grieta, la erosión que la humedad había dejado y se recordó puliéndo la madera con sus manos para volverla joven. Extendió la palma sobre la cancela y se despidió. Antes de volverse escuchó la voz de su madre que la llamaba por su nombre.

- Blanca, adiós.

Su madre nunca se había despedido de ella porque cada vez que salía para ir hacia el bosque, sabía que iba a volver. 

Esta vez no sería así. Se habían dicho adiós la noche anterior en la ceremonia de ayahuasca, la hicieron en círculo con la comunidad. Cada vez que alguien abandonaba el bosque, la pequeña población de la sabana se reunía para acompañarla en este viaje de ida, después del rito, los más jóvenes salían a limpiar el camino que llevaba a la ciudad, parecía que lo pulían. Retiraban las piedras que se habían acumulado desde la última vez que alguien había salido de la aldea y en cada guijarro veían sus pasos avanzando. Recogían las hojas caídas, las secas y las verdes y las llevaban a la compostera para que volvieran a la tierra. A la mañana siguiente, antes del amanecer, se levantaban para comprobar que el camino seguía limpio y de no ser así, porque el viento de la noche lo había llenado de polvo, lo volvían a barrer.

Después de terminar la toma se escuchó el aullido del saraguato. Este fue el motivo por el que aquella vez nadie pudo dormir mientras hacía efecto la medicina. Cada uno mantuvo los ojos muy abiertos mirando hacia la maleza. La noche era oscura y la vegetación espesa permitía tan solo escuchar los sonidos entre las ramas, los pasos de algún depredador, el vuelo de un insecto o el movimiento de las alas del pajaro aún adormecido. La selva entonces se iluminó, un fulgor fosforescente impregnó las hojas y las ramas de los árboles, los altos troncos. La cúpula estelar que hasta ahora les había alumbrado se ensombreció con la luz que desprendía el bosque y pudieron ver entre las hojas los animales que antes escuchaban. 

La luz les cegaba y sin embargo mantenían los ojos muy abiertos.

- Blanca, adiós. - La voz de la madre se escuchó en el claro y resonó a través de la humedad.

El olor de los árboles comenzó a hacerse denso y se podían distinguir las diferentes especies según el aroma que estos desprendían. Todos los presentes escucharon el crujir de la madera al incorporarse la hija. Seguían igual, las mismas posturas, los mismos gestos, los ojos abiertos.

La hija se acercó a la hija y esta primera la besó en los brazos. La segunda hija estaba en calma, con su quietud desaceleraba el corazón de caballo de su madre. A Blanca le latía el pecho que se le movía hacía fuera como una escultura, impulsando y retrocediendo. Sus ojos grandes y oscuros observaban a la niña, giró la cabeza al escuchar un gemido, resopló y con sus crines movió las fosforescencias del aire dejando una estela que semejaba a la cúpula celeste. El bosque volvió a llenarse de estrellas mientras se apagaba la floresta. El viento dejó en su cabeza el frío que anunciaba el amanecer, irguió su cuello, se volvió hacia la selva y galopó velozmente atravesando la espesura y dejando un hueco de hojas pisadas a su paso.

La hija primera se despertó antes que los demás, la nieta siguió dormida incluso después de que saliera el sol. La noche había transcurrido en paz. Poco a poco cada uno de los integrantes de la ceremonia fue saliendo del círculo y despejaron el claro. Dejaron el bosque a solas y el amanecer les llegó ya en sus cabañas. En la aldea había familias, otras personas como Blanca, no compartían habítaculo. 

La madre aún vio a su hija abandonando la tierra y en la distancia distinguió como Blanca levantaba la mano y decía adiós a su madre. No la había besado.

Tardó dos días en cruzar la sabana, durmió al raso y el verano fue amable con su descanso. En la naturaleza la reconocían y la respetaban. No tuvo miedo, no tuvo inquietud y estuvo alerta durante todo su viaje. Fue reteniendo el olor de cada árbol en su cuerpo hasta que no hubo espacio para más, sintió tristeza y aceptó que no podía retener el aroma de su casa y siguió respirando.

Llegó al final del campo, de los árboles y de la fauna. Cerró los ojos y aspiró por última vez antes de abandonar su hogar.

Tenía el pelo ondulado y color champán, el sol destelló en su cabello al salir del avión. Se quedó extasiada mirando la pista de aterrizaje del aeropuerto. Alguien le dijo por detrás:

- Señorita, por favor, la rampa está despejada, puede usted bajar. 

- Uma perda. - Respondió Blanca. Y se quedó mirando a los ojos de la azafata.

- Baje por favor, ¿está usted bien? - La azafata pensó por un momento en llamar a la asistencia médica. - ¿Se encuentra bien? - Sí, sí. Disculpas. - Le respondió con su bello acento chileno heredado de su abuela. 

Bajó las escaleras y cuando puso el pie en el asfalto del aeropuerto madrileño, sintió de nuevo los olores de los árboles y se preguntó si existirían ni siquiera en esta tierra, si volvería a olerlos. Escuchó el trote del venado en la noche, el aullido del lobo y el canto del colibrí. Entró al autobús que esperaba a los pasajeros de su vuelo y que les llevaría hasta la puerta de acceso al edificio.

Estaba agotada, llevaba dos noches sin dormir, tres días viajando, había hecho escala de doce horas en Lima, se había olvidado de comer, había comprado un abrigo y se dio cuenta de que buscaba souvenirs para Violeta cuando no sabía el tiempo que iba a pasar hasta que volvieran a verse. 

En su cabeza una mirada, en su cuerpo un impulso, el de salir, el de vivir y buscar, correr, creer. Porque así era Blanca, miraba de frente a la vida, creía. Se sentía libre, a pesar de que sabía que alguien después de ese amanecer, la estaba añorando intensamente.

Cruzó la frontera, no le costó encontrar la boca del metro, llevaba poco dinero porque había enviado todos sus ahorros a la mujer con la que iba a vivir. Era algo frecuente en Brasil, el cambio, debido a la inflacción era muy desigual y si tenían a alguien de confianza en el país de llegada, preferían hacer el cambio de monedo de modo privado. 

La casa estaba en un barrio popular de Madrid, su destino final. Realmente en aquel momento estaba convencida de que esta ciudad la llamaba desde su pasado. Su abuela era española y había emigrado a Chile durante la Guerra Civil, se instaló en Santiago y no volvió a pensar en España. Cambio su acento y así se lo legó a su nieta. Blanca creía firmemente que el espíritu de su abuela muerta había vuelto a casa y la encontraría ahí, en las calles estrechas y caóticas del barrio de La Latina del que siempre le hablaba, como si fuera lo único que guardaba en su memoria, porque era lo único, el resto lo había olvidado.

También en su interior, Blanca albergaba la esperanza de conseguir fácilmente la nacionalidad. Había leído acerca de una nueva ley por la Memoria Histórica que facilitaba el pasaporte a los nietos de republicanos exiliados. 

Desde su móvil con conexión aún brasileña llamó a la mujer, tuvo que insitir varias veces pues parecía que no había buena cobertura. Sentía frío y el abrigo que había comprado en Lima estaba guardado en una de las maletas. Traía dos, una grande de color naranja, que era dónde estaba el abrigo, y otra un poco más pequeña que era ya vieja y de la que había estado a punto de deshacerseen varias ocasiones. 

- Sí, dígame, dígame. - Preguntó insistente la mujer que fue a asomarse a la celosía del tendedero. - ¿De qué color vas vestida? - le preguntó.

- Naranja.

La mujer respondió con calma.

- Espera ahí, te veo, bajo a buscarte y te ayudo con las maletas. 

Entraron en la casa.

- ¿Cómo estás?, ¿tienes hambre? Estarás agotada, ¿quieres acostarte? Ven te enseño tu cuarto a ver qué te parece. Lo he limpiado y he vaciado el armario. Dime si necesitas más espacio. 

Blanca se asomó por la ventana de aquel piso noveno y vio la carretera, las aceras de adoquines y los árboles talados por las copas intentando brotar. Ese día la primavera estaba bruma y el aire no era claro. Hacía frío.

- Estoy cansada, pero no tengo ganas de dormir. Me gustaría comer algo, soy vegetariana. 

Por suerte la mujer tenía en la cocina una tortilla de patata y algo de ensalada. Lo llevó al salón y se sentó con ella para acompañarla mientras le seguía haciendo preguntas.

- Perdona, no te estoy dejando aterrizar. A veces hablo demasiado y tú estás agotada. Te dejo en silencio para que abras tu maleta y te organices. Dime si necesitas algo por favor.

- Gracias. - Respondió Blanca con la mirada lejana. - Gracias.

El cuarto era de su hija, tenía una mesa blanca ya gastada y una cama nido. No era perfecto, pero tenía un armario grande donde le cupo todo lo que traía y la casa era acogedora. Se sintió bien, segura y sonrió cuando pensó en la mujer. Abrió su cuaderno de viaje y dibujó una yegua galopando por un camino estrecho y pulido, cerró los ojos para no recordar y comenzó a escribir. 

Día 1, 3 de marzo de 2023

Sigo caminando entre sumas y restas...

La vida transcurría sin rutina para Blanca y se encontraba con la mujer en el pasillo de la casa donde comenzaron a charlar, a tener intensas conversaciones sobre temas profundos. Aprendieron sus diferencias y Blanca observó como esta mujer tenía una gran curiosidad por aprehender. Se gustaron con el tiempo y comenzaron a sentirse bien juntas.

Blanca salía a pasear a un parque cercano, se llamaba Casa de Campo, era muy grande y allí podía caminar sin ver el final. En general, todos los espacios verdes por los había paseado tenía límites, se veían edificios y estaban sucios. En España se fumaba mucho y había colillas por todas partes, incluso en zonas infantiles.

Pasaba los días en su ordenador solucionando papeles, buscando trabajos que tuvieran que ver con su formación, haciendo búsquedas exahustivas de información que pudiera facilitarle conexiones, alianzas. Envió currículums a empresas, a organizaciones culturales. Buscó residencias de arte, formaciones y becas para másteres. Recibía alguna respuesta, hizo alguna entrevista y siguió buscando. 

Los días pasaban, llevaba más de un mes en Madrid. Conoció a algunas personas y siguió buscando trabajo. Sin embargo su búsqueda se torno en una espiral que siempre terminaba en el mismo sitio, necesitaba papeles.

Al cabo de tres meses dejó Madrid para irse a Barcelona, dejó detrás a su abuela que había olvidado esta ciudad y deseó que la acompañase en su camino. Se despidió de la mujer que la había acogido con recelo desde el principio y a la que guardó en su corazón porque era honesta y la había cuidado. Siguieron en contacto y volvió a la casa un par de veces. 

Al cabo de los meses recibió un mensaje de voz de la mujer. Parecía serena y le decía que tenía el corazón roto. La ruptura con su esposa era ahora definitiva y estaba escribiendo un libro. Le pedía un testimonio que tratara del desamor. En el audio le explicaba que necesitaba referentes, información, alivio y ayuda para entender que el desamor pasa, que es habitual y que se recorre hacia adelante hasta llegar a otro destino.

Blanca recordó su vida, cuando el padre de su hija le dijo que se marchaba, que era por el bien de las dos y que estaría pendiente. Recordó su soledad y como sobrevió a su vida con la hija de la mano.

Se acordó de María, que había llorado en el aeropuerto de Brasilia y solo por su amor había podido sonreír cuando Blanca cruzó el control policial. Seguían juntas, pero sabían que pasaría muchísimo tiempo hasta que volvieran a encontrarse, que tal vez en el próximo abrazo sus cuerpos no fueran los mismos y se reconocieran tan solo en la presión amable de sus brazos. La quería, la echaba de menos. 

Sí, claro que fui amada y amé. Amé mi libertad sin huidas, amé el valor de la verdad y amé mis pasos. Amo mi camino a veces pedregoso y recuerdo desde el desamor la senda pulida y limpia por donde dejé la aldea. 

El amor para mí, querida, es un tránsito de vida y de valor. Caminar con quien te acompaña y te cuida. 

Claro que quise apegarme, claro que intenté engañarme ofreciéndome desamores y abrazando aún los que no reconozco, porque aún están por llegar. Sí, el desamor duele, pero es parte de pasar. Yo siempre he amado desde el respeto a mí misma y he sabido quién soy. 

Mi dolor fueron las bridas que me ató la vida, pero seguí galopando. Mi desamor fue con mi pueblo, con el lugar que hoy puedo escuchar en el silencio de la noche. Perder el verde y el aroma de la selva, cargar con el abandono, saber que algunos árboles mueren y yo no podré despedirlos. 

He traído a mi hija, pero la luz de mi tierra quedó allá. 

Sé de qué me hablas, sé que el corazón se seca cuando te vas de casa, cuando tienes que caminar otras tierras o países, como yo. Cuando no te reconocen porque acabas de llegar. Volver a empezar a construirte sin referentes. 

Cerró los ojos y vio a su pueblo, escuchó el chasquido de la madera y sintió el picotazo en el pecho. Lloró por el barro y el tacto de la tierra húmeda y sintió que su cuerpo se volvía denso y condensaba el aire.

La noche terminó, Blanca aún seguía sentada en la silla con los ojos cerrados. Sabía que Violeta dormía. Entonces miró la luz del amanecer que se colaba a través de la persiana gris de plástico. Escuchó los primeros coches arrancando en el barrio, la rutina de los ascensores y el monótono callar de las aves. 

Se levantó a prepararse otra infusión y despertar a Violeta para acompañarla al colegio. Se sentía cansada.


jueves, 7 de agosto de 2025

Hablar

Avena, mañana iremos a caminar al campo. No te lo he dicho antes porque hubieras empezado con tus preguntas y sé que no hubieras podido dormir esta noche. Eres así, tu curiosidad puede con el sueño, la expectación de la vida te despierta y podrías desadormecer al cansancio aunque estuviera acostado. Por eso no te hablé de la montaña, de los lobos, de los niños que caminan entre árboles gigantes y se quedan a la sombra. 

Antes de dormirte te leo un cuento. No me acuerdo de que cada vez que lo hago, tus pensamientos cruzan por la habitación y me inquieto. Esta noche la luna entraba intermitente en ráfagas en nuestro cuarto, a veces una nube las tapaba y a veces no. Te asustabas un poco en la oscuridad, pero entonces los pensamientos sobrevolaban tu cama moviendo el aire, levantaban un poco el embozo de tu sábana y te reías. A mí me sobrecoge un poco esto, porque los escucho pasar riendo y hablando entre ellos. Esta noche nos han mojado, venían llenos de mar o de arena. Esto me ha angustiado y he tenido que bajar al arroyo a lavarme, a quitarme las piedrecitas que se te han caído de los bolsillos cuando revoloteabas por el cuarto con ellos.

Antes de apagar la luz me has dicho que tú nunca vas a ir a un bosque de lobos y te has dormido. 

Bajo al arroyo con una toalla, sé que estás ya soñando con tus cosas. Me he sentado donde siempre nos ponemos a jugar y a contar las piedras del arroyo. Yo siempre sonrío porque te veo en tu afán de contarlas todas mientras se te escapan en el agua y se pierden sin que te des cuenta. Me hablas, miro al cielo.

Ha pasado una nube y me he quedado a oscuras, se escucha el viento y dudo si es tu imaginación que se ha venido conmigo. Me paro a escuchar, pero el camino está en silencio. Respiro. No sé porque hoy tu curiosidad me ha inquietado. No sé porque bajo hoy a quitarme la arena que se ha pegado a mis pies, no sé por qué siento frío.

Otra nube. 

Escucho el rumor del agua del arroyo. He bajado la tela blanca con la que siempre nos lavamos, su color me ha hecho pensar en la muerte y he querido llorar.

Recuerdo que me has preguntado mientras leía, con los ojos aún abiertos, qué era la muerte y me decías que tú nunca irías a un bosque de lobos. Yo tampoco quiero ir Avena, a mí también me asusta, te he dicho. 

Me estoy ya secando los pies, la piel de mis manos tiene surcos pequeños, suaves, infinitos, me hablan del tiempo, de ese pasar que para ti aún no existe. Miro el aire, escucho la noche y deseo que nunca acabe, que ojalá estemos así siempre, eternos. Aunque me altere algunos días como hoy con tus pensamientos. 

He vuelto a casa descalza, olvidé mis alpargatas junto al agua y no quise volver para recogerlas. He recorrido la senda sientiendo la humedad del bosque en mis pies y me he preguntado que por qué tendríamos que ir a un bosque de lobos.

Abro la puerta y voy a mi cama, no voy a limpiarme los pies llenos de tierra mojada. Estoy cansada, hoy hemos jugado todo el día y tengo sueño. Antes de dormirme he pensado que mañana, cuando vayamos al campo, te voy a pedir que nos quedamos aquí para siempre, en esta casa en el valle y así yo no tendré que irme y tú no me dirás adiós desde la puerta.

Nos hemos despertado temprano y salimos, huele a hierba mojada. Empezamos a andar y tú te paras a cada momento y me llamas.

- ¡Yaya, mira! Yaya, ¿puedo coger un caracol?, yaya, mira esta araña grandísima.

Y tu voz suena interminable en el valle y se mezcla con tus preguntas.

Yo camino en silencio, aún siento el frío de la noche en el arroyo.

La mañana está despejada y vemos a tu madre en la dehesa, nos llama con los brazos y tú aún no puedes verla. La saludo de vuelta y no me preocupo por no sonreír porque sé que aún no puede verme. Ella sonríe. Cuando la ves sales corriendo envuelto en tus preguntas y la llamas. Ella no ha dejado de sonreír. Yo camino aún despacio, el rocío está calando mis zapatos y siento otra vez los pies mojados.

Llego también a la dehesa y os veo en el suelo, hablando. No os daís cuenta del rocío y de que también estáis mojados. Sonrío al llegar a vuestro encuentro y aún de pie te escucho que preguntas a tu madre:

- Mamá, y ¿cuándo yo sea mayor, yaya estará muerta?

Siento tu mirada y te escucho.

- Mamá, vamos.

Te sonrío y seguimos caminando.

Conversando con Avena en la noche, en el bosque de los lobos.

Audio

https://drive.google.com/file/d/17bm7mcOXrAnP82FVlvvWviYGyB2oqULd/view?usp=sharing



lunes, 4 de agosto de 2025

EPÍLOGO


Se llamaba Alba.

Nació con la piel clara y pulida, ojos brillantes de cristal marrón castaño y la cara dulce.

En el colegio era feliz, nadie jugaba al fútbol como ella, nunca le faltaron los amigos. En su clase todos enorgullecían de que jugase en la liga escolar. No le gustaba competir, pero le divertían los domingos por la mañana cuando había partido. 

Sus padres siempre orgullosos de las dos, las querían sin descripciones. Eran dos niñas que brillaban en el colegio y además, eran populares. Ellos habían decidido asentarse hacía años, realmente un poco antes de decidir que querían formar una familia. Ambos tenían carreras y ahora buenos trabajos, ganaban dinero más que suficiente y pensaron que ya era hora de dejar la comuna. Seguían siendo felices, pero el cotidiano, los horarios en la empresa y el entorno se había convertido en un imán que los alejaba de su libertad y los atraía hacia el ordinario. Por este motivo creyeron en formar un hogar y construir su fantasía dentro de una casa. 

Alba era la mayor. Nació con los ojos abiertos y ya mirando. Su curiosidad mientras crecía causó algunos destrozos. Le gustaba desmontar los motores de las máquinas y también los mecanismos de los relojes.

Aquella Navidad se habían despertado las dos a la vez, siempre había sido así desde que cumplieron cinco años. Antes de domirse se decían la una a la otra que la primera que se despertase que despertara a la que dormía. Llegaron al salón de la casa y vieron los paquetes, fueron corriendo y gritando.

- ¡Mamá!,  ¡Papá! Ha venido Papá Noel. ¡Mamá! ¡Papá!

Y así era hasta que ellos salían de la cama.

Aquel año, cuando Alba abrió su paquete se quedó sorprendida, no entendía que Santa trajera un regalo con el que ella no sabía jugar. Le pareció injusto que hubiera dejado para ella una muñeca, miró a su familia y sonrío. 

Es cierto que sus padres habían notado que las hermanas no jugaban juntas como antes. El último año habían crecido mucho y también cambiado. 

Abrieron la caja y Azucena gritó con alegría. 

- ¡Bien! ¡Bien! Mi muñeca, la que había pedido a Santa. ¡Mamá! ¡Papá! ¡Mirad, mirad!

- Claro cariño, Santa siempre trae lo que deséais. Recuerda que siempre te digo que si deseas algo con mucha fuerza apretando tus manitas, si lo deseas así, ocurre.

El padre miraba a Alba, observaba su cara de sorpresa y también un poco de decepción. Alba estuvo un rato mirando su regalo, vió a su hermana hablando a la muñeca, volvió a sonreír y se fue hacía donde ella estaba.

- Toma Azucena, te la regalo. - le dijo sin perder la sonrisa.

Miró con alegría a su hermana que abrió los llenos de chispas, gritó aún más y salió corriendo hacia su madre.

- Mamá, mamá, ahora puedo tener dos bebés, como tú y papá. ¿Crees que pueden ser gemelas? ¿Cómo me dijiste que era ser gemelas?

En aquel momento el padre las interrumpió con su voz dulce.

- Vamos niñas, a desayunar, Papá Noel nos ha dejado en la cocina vuestro regalo preferido.

- Corre Alba, gofres, seguro que son gofres.

Las dos niñas corrieron entre risas y saltaron a la mesa de la cocina sin esperar a sus padres. Los años que vivieron en Bélgica siempre fueron así, las hermanas aún recordaban aquellas Navidades en la casa de Attert y el olor a pino en el salón. Fueron años muy felices, días de infancia. Años más tarde se mudaron a Madrid y allí se instalaron definitivamente.

Alba tenía diez años, su hermana uno menos. Eran muy parecidas, incluso en el patio del colegio a veces las confundían. Aquel año Azucena se empezó a dejar crecer el pelo. Su madre se lo derrendaba cada noche y por la mañana le hacía una trenza. Iban solas al colegio y por el camino se encontraban con sus compañeros. Alba, ahora, se quedaba siempre más retrasada cuando llegaban las amigas de su hermana y empezaban a hablar entre ellas y se reían. Hablaban de los chicos de la clase y Alba sentía vergüenza, porque jugaban en la liga de colegios y era amiga de todos. 

Alba no se había dejado crecer el pelo, ni su madre la peinaba por las noches, no hablaba de chicos, ella jugaba al fútbol. Era muy buena con el balón y cuando llegaron a la adolescencia, solo entonces lo alternaba por el ordenador. 

Las dos hermanas se querían mucho, y siguieron siempre unidas, como cuando eran pequeñas. 

Los padres de Alba no olvidaron aquella Navidad. A veces la recordaban juntos y a veces hacían también  pequeñas bromas. Era una familia feliz y también inocente. Se querían y todos crecían libres, seguros. 

Alba era más retraída, sin embargo siempre se reía y sonreía.

Cuando llegó al instituto, tuvo una profesora de Educación Física que la animó a participar en la Campeonato Nacional de Atletismo juvenil. 

- Alba, eres buena y creo que podríamos prepararte bien. Sería genial porque contigo podríamos presentar un buen equipo escolar. Me gustaría hablar con tus padres. Necesitaríamos federarte. 

- No sé...

- ¿No te apetece?, sé que te gusta el fútbol, no creas que esto te impedirá continuar en la liga. 

- Me gusta el fútbol, en el equipo están todos mis amigos.

- Verás, entrenamos los miércoles y los viernes por la tarde. El Campeonato comienza en mayo y la liga entonces está a punto de terminar. Será difícil que coincida algún partido y si es así, siempre puedes jugar en el equipo. Tenemos suplentes, no te preocupes.

- Me gusta jugar con mis amigos.

Lucía la miró fijamente.

- Vale, me apunto a atletismo. - y sonrió.

Alba consiguió varias medallas en el equipo de atletismo y sobre todo, como cada vez que competía, buena reputación para el colegio.

Sabía que era buena, se sentía orgullosa de sí misma. En casa siempre habían reconocido sus cualidades. Las habían dejado libres y no habían juzgado sus diferencias. 

Azucena era una niña como las de su clase, estudiaba y sacaba buenas notas. No llamaba la atención, le gustaba salir el sábado al cine con sus amigas o a merendar al Burguer. En su grupo todas se peinaban de un modo similar, les gustaba comentar las mismas series. Les gustaba charlar en el recreo del colegio y concursar en los murales que se hacían en patio escolar cuando se celebraba la Semana Cultural del instituto. Participaba también en actividades extraescolares y le gustaba ayudar a sus compañeros en los grupos de apoyo que organizaba el tutor fuera del horario escolar.

Aquel año de Secundaria fue una época compleja para Alba que nunca perdió su sonrisa.

Siguió jugando en la liga, aquel año habían llegado a la final. El entrenador estaba exultante. Llegaron al campo con sus familias, como siempre. Aparcaban, iban hacia la puerta del campo, se saludaban y se despedían de los chicos en la puerta de jugadores. Bajaban todos comentando los que habían hecho el fin de semana. Se sentían nerviosos ante la responsabilidad de una final. Es cierto que no era la primera, pero cada vez era como si jugasen por primera vez. Todos fueron hacia el vestuario para cambiarse junto a su taquilla. Al llegar a la puerta del vestuario el entrenador esperó en la puerta hasta que llegó Alba, le hizo una seña para que se acercase y le dijo:

- Alba, el vestuario de chicas está en lado de la derecha.

Ella se sorprendió, sintió que se le encogía el estómago y casi se le empaparon los ojos de lágrimas. Hasta ese momento nunca se había sentido diferente, siempre habían entrado todos al vestuario y se habían cambiado juntos, ella se sentía una más y ninguno de ellos la veía como una chica. Eran un equipo, eran amigos y siempre se divertían. 

La adolescente miró a su entrenador con los ojos muy abiertos y estuvo así un instante. El tiempo que dura una palabra en quedarse prendida por dentro, por qué.

Fue un buen partido, se llevaron a casa otro nuevo trofeo. Se fecilitaron en el campo de fútbol, se cambiaron la camiseta y celebraron la victoria camino del vestuario. Alba no estaba. 

Cuando terminó el partido se fue corriendo a su vestuario, se cambió sin ducharse y salió corriendo del recinto. Apretaba los dientes para no gritar, sentía rabia, un dolor agudo que no reconocía, también vergüenza. No entendía esto. En casa había aprendido que la vergüenza era algo puntual, que no dolía como ahora.

Salió del campo corriendo, con la bolsa de entrenar medio abierta, medio vacía. Era tarde y ya de noche. Conocía de memoria el camino y siguió corriendo. Sentía rabia y no comprendía. Siguió corriendo hacia su casa, las lágrimas se resbalaban por su rostro como arroyos y saltaban hacia la calle, hacia ese espacio vacío que ella iba dejando al pasar. Cuando llegó a casa tenía la cara sucia, enrojecida. Abrió la puerta con sus llaves y subió las escaleras corriendo, sin saludar.

- ¡Alba! - gritó su madre desde el salón al oír la puerta - ¿Alba?

Oyeron el portazo, se miraron sorprendidos y subieron a su cuarto. Llamaron a la puerta.

- Alba, ¿podemos pasar?

La oyeron llorar y se miraron, empujaron la puerta y la vieron en su cama tumbada boca abajo. Los dos se sentaron junto a ella. Lloraba.

- No voy a volver a entrenar, odio el fútbol. - les explicó sin gritar.

- ¿Qué ha pasado cariño? - prenguntó su padre.

Ella volvió a repetir lo mismo. Al cabo de un rato, agotada, se fue quedando dormida. Sus padres se quedaron con ella hasta que se calmó, la cubrieron con el edredón y salieron en silencio. 

Alba no dio más explicaciones.

Al día siguiente bajó a desayunar. Su mirada había cambiado.

- ¿Estás bien cielo? - preguntó la madre.

- Mamá, me voy a dejar crecer el pelo. Me gustaría pintarme las uñas, ¿puedo hacerlo ya?

Los tres la miraron asombrados, confusos.

- Sí, creo que tu hermana tiene varios pintauñas guardados en una caja en su habitación. Yo también creo que tengo alguno de una boda, aunque no sé si estará un poco seco. - sonrió y fue a coger las tostadas que ya habían saltado hacía un rato. Se habían quedado frías, las cogió con la mano, las puso en un plato y las llevó a la mesa. Ninguno lo notó. Charlaron mientras desayunaban. Era domingo.

Alba cambió de amigos, ya no iba a entrenar y los fines de semana salía al Burguer con sus amigas. En el patio de colegio se sentaba con ellas en el suelo a charlar. Llevaba una falda muy corta. No necesitaba ya pantalones porque no jugaba al fútbol en el recreo.

Cuando cumplió treinta años su familia le preparó una fiesta sorpresa muy especial. Aquel año coincidió con la Semana Santa y organizaron un viaje a Bélgica. La llevaron al aeropuerto sin decirle adonde iban y cuando se detuvieron frente al panel de salida de vuelos Alba gritó.

- ¡Bruselas!

No habían vuelto desde que las niñas eran pequeñas, seguían aún en contacto con sus amigos, pero el trabajo no les dejaba mucho tiempo y cuando tenían vacaciones largas iban a la casa de Denia.

Las hermanas siempre recordaban los días de Bruselas como algo mágico, la nieve, el olor dulce de la ciudad, el chirrido de los trenes cuando iban al colegio por la mañana, los colores en el aula, el frío, la infancia.

Fue un viaje especial. Aunque volaron el día de su cumpleaños, lo celebraron prácticamente durante el tiempo que duraron aquellas vacaciones.

Al llegar fueron a cenar a su restaurante favorito en la ciudad, aún seguía abierto. El dueño los conocía porque solían ir a allí cada viernes después del colegio. Sus padres siempre decían que no era un día  para cocinar y se sonreían. Prepararon la fiesta en casa de una de las amigas de su hermana, consiguieron juntar a casi todos los amigos de la infancia de Alba. Azucena abrazó a su amiga cuando esta abrió la puerta y les invitó a pasar.

- Gracias Marie, - dijo Azucena emocionada. - es que, todo sigue igual. - le dijo emocionada.

Los padres de Marie habían fallecido en un accidente hacía algunos años y ella, hija única, había heredado la casa paterna.

Marie había preparado la fiesta junto a Azucena por vídeo, también los padres habían aportado ideas y entre todos habían conseguido que, salvo los amigos de la infancia que vivían fuera de Bélgica por trabajo, estuvieran allí. Fue una noche maravillosa, parecía que el tiempo, no hubiera pasado.

Se despidieron como si al día siguiente fueran a verse para ir a la escuela. Cada hermana con sus amigos, los padres organizándose para llevar a los niños al colegio y verse una próxima vez.

Volvieron al hotel, hacía mucho frío, pero iban bien abrigados. Caminaron en silencio, llenos de recuerdos y rememorando cada una de las conversaciones que habían mantenido, viendo cada imagen como si fuera una película, grabando en su corazón cada uno de los rostros que habían amado, llevándose impresos en la memoria los olores de la ciudad.

Entraron en el hotel, se dieron un beso de buenas noches antes de subir a las habitaciones. Alba y Azucena dormían juntas. La hermana pequeña se puso el pijama, se cepilló los dientes y se acostó. Se durmió inmediatamente.

Alba se pusó el abrigo, también el gorro y los guantes y salió al balcón del hotel, desde ahí podía ver la ciudad vieja. Hacía frío y la nariz se le quedó congelada y roja en cuanto cerró la puerta del balcón. Empezaba a nevar. Los ojos se le emparon de lágrimas que saltaban desde su rostro hacia la calle. Volvió otra vez a sentir su corazón roto, sintió de nuevo aquel dolor de su infancia cuando decidió no volver a jugar al fútbol y cambiar. Se dió cuenta en aquel momento de que aún no había amado a nadie, de que no se había enamorado. Se vio a sí misma corriendo aquella noche por la calle desde el campo de fútbol camino a su casa. Se recordó a sí misma quitándose las botas de fútbol en el vestuario femenino, sola, sentada en el banco y rodeada de taquillas. Se acordó de la voz de su madre que le pregunta desde el piso de abajo de la casa que dónde había olvidado la ropa de entrenar, que su bolsa estaba vacía y que le respondió que ya no la necesitaba. Apretaba la boca y lloraba con rabía. Se llamaba Al y sus amigos la llamaban así. El corazón se le encogía más y más y lloraba el sabor amargo que deja en la boca el desamor, sentía en su pecho el mismo dolor que aquella noche cuando dedició olvidarse de esa niña y determinó que tenía que inventarse una nueva Alba. Aquella noche, tumbada en su cama boca abajo borró quién había sido y se abandonó. Necesitaba nuevos escenarios. Cambió a sus amigos por las compañeras de clase. Lloraba a solas para que nadie pensara que prefería ser como antes, cuando los días se sucedían solos y no necesitaba cambiar porque, la vida transcurría sin ella que se diera cuenta. Los días de la niñez en que todas las caras le resultaban conocidas y reírse era fácil, porque todos nos reíamos de lo mismo, éramos iguales y nos gustaban las mismas cosas, íbamos a los mismos sitios sin preguntar a dónde. Y comprendí el miedo a sufrir, comprendí que estaba sola y que no sería fácil compartir mi dolor. Hoy me hablas de desamor en la cocina de casa y sí entiendo lo que me cuentas. Te abrazo y te digo que yo nunca he sentido ese desamor del que me hablas porque el corazón se me rompió el día que me dejé crecer el pelo y dejé de ser quien era. El día que traicioné a la adolescente que me hacía feliz y la olvidé durante tantos años.

Cuando aterrizaron en Madrid se quedaron un rato parados mirando hacía la ciudad antes de bajar las escaleras del avión. Se dieron cuenta de que ya olía a verano.

Alba había olvidado ponerse los pantalones cortos y las deportivas. Llevaba aún el chandal con el salió de Bélgica. En el momento en que iba a poner el pie en el primer escalón, su madre la miro y le dijo:

- Pero mira que te que te queda bien el pelo corto, cielo.