Cuando saió de la pequeña cabaña al amanecer sintió un nudo en la garganta, al cerrar la puerta se detuvo para observar cada grieta, la erosión que la humedad había dejado y se recordó puliéndo la madera con sus manos para volverla joven. Extendió la palma sobre la cancela y se despidió. Antes de volverse escuchó la voz de su madre que la llamaba por su nombre.
- Blanca, adiós.
Su madre nunca se había despedido de ella porque cada vez que salía para ir hacia el bosque, sabía que iba a volver.
Esta vez no sería así. Se habían dicho adiós la noche anterior en la ceremonia de ayahuasca, la hicieron en círculo con la comunidad. Cada vez que alguien abandonaba el bosque, la pequeña población de la sabana se reunía para acompañarla en este viaje de ida, después del rito, los más jóvenes salían a limpiar el camino que llevaba a la ciudad, parecía que lo pulían. Retiraban las piedras que se habían acumulado desde la última vez que alguien había salido de la aldea y en cada guijarro veían sus pasos avanzando. Recogían las hojas caídas, las secas y las verdes y las llevaban a la compostera para que volvieran a la tierra. A la mañana siguiente, antes del amanecer, se levantaban para comprobar que el camino seguía limpio y de no ser así, porque el viento de la noche lo había llenado de polvo, lo volvían a barrer.
Después de terminar la toma se escuchó el aullido del saraguato. Este fue el motivo por el que aquella vez nadie pudo dormir mientras hacía efecto la medicina. Cada uno mantuvo los ojos muy abiertos mirando hacia la maleza. La noche era oscura y la vegetación espesa permitía tan solo escuchar los sonidos entre las ramas, los pasos de algún depredador, el vuelo de un insecto o el movimiento de las alas del pajaro aún adormecido. La selva entonces se iluminó, un fulgor fosforescente impregnó las hojas y las ramas de los árboles, los altos troncos. La cúpula estelar que hasta ahora les había alumbrado se ensombreció con la luz que desprendía el bosque y pudieron ver entre las hojas los animales que antes escuchaban.
La luz les cegaba y sin embargo mantenían los ojos muy abiertos.
- Blanca, adiós. - La voz de la madre se escuchó en el claro y resonó a través de la humedad.
El olor de los árboles comenzó a hacerse denso y se podían distinguir las diferentes especies según el aroma que estos desprendían. Todos los presentes escucharon el crujir de la madera al incorporarse la hija. Seguían igual, las mismas posturas, los mismos gestos, los ojos abiertos.
La hija se acercó a la hija y esta primera la besó en los brazos. La segunda hija estaba en calma, con su quietud desaceleraba el corazón de caballo de su madre. A Blanca le latía el pecho que se le movía hacía fuera como una escultura, impulsando y retrocediendo. Sus ojos grandes y oscuros observaban a la niña, giró la cabeza al escuchar un gemido, resopló y con sus crines movió las fosforescencias del aire dejando una estela que semejaba a la cúpula celeste. El bosque volvió a llenarse de estrellas mientras se apagaba la floresta. El viento dejó en su cabeza el frío que anunciaba el amanecer, irguió su cuello, se volvió hacia la selva y galopó velozmente atravesando la espesura y dejando un hueco de hojas pisadas a su paso.
La hija primera se despertó antes que los demás, la nieta siguió dormida incluso después de que saliera el sol. La noche había transcurrido en paz. Poco a poco cada uno de los integrantes de la ceremonia fue saliendo del círculo y despejaron el claro. Dejaron el bosque a solas y el amanecer les llegó ya en sus cabañas. En la aldea había familias, otras personas como Blanca, no compartían habítaculo.
La madre aún vio a su hija abandonando la tierra y en la distancia distinguió como Blanca levantaba la mano y decía adiós a su madre. No la había besado.
Tardó dos días en cruzar la sabana, durmió al raso y el verano fue amable con su descanso. En la naturaleza la reconocían y la respetaban. No tuvo miedo, no tuvo inquietud y estuvo alerta durante todo su viaje. Fue reteniendo el olor de cada árbol en su cuerpo hasta que no hubo espacio para más, sintió tristeza y aceptó que no podía retener el aroma de su casa y siguió respirando.
Llegó al final del campo, de los árboles y de la fauna. Cerró los ojos y aspiró por última vez antes de abandonar su hogar.
Tenía el pelo ondulado y color champán, el sol destelló en su cabello al salir del avión. Se quedó extasiada mirando la pista de aterrizaje del aeropuerto. Alguien le dijo por detrás:
- Señorita, por favor, la rampa está despejada, puede usted bajar.
- Uma perda. - Respondió Blanca. Y se quedó mirando a los ojos de la azafata.
- Baje por favor, ¿está usted bien? - La azafata pensó por un momento en llamar a la asistencia médica. - ¿Se encuentra bien? - Sí, sí. Disculpas. - Le respondió con su bello acento chileno heredado de su abuela.
Bajó las escaleras y cuando puso el pie en el asfalto del aeropuerto madrileño, sintió de nuevo los olores de los árboles y se preguntó si existirían ni siquiera en esta tierra, si volvería a olerlos. Escuchó el trote del venado en la noche, el aullido del lobo y el canto del colibrí. Entró al autobús que esperaba a los pasajeros de su vuelo y que les llevaría hasta la puerta de acceso al edificio.
Estaba agotada, llevaba dos noches sin dormir, tres días viajando, había hecho escala de doce horas en Lima, se había olvidado de comer, había comprado un abrigo y se dio cuenta de que buscaba souvenirs para Violeta cuando no sabía el tiempo que iba a pasar hasta que volvieran a verse.
En su cabeza una mirada, en su cuerpo un impulso, el de salir, el de vivir y buscar, correr, creer. Porque así era Blanca, miraba de frente a la vida, creía. Se sentía libre, a pesar de que sabía que alguien después de ese amanecer, la estaba añorando intensamente.
Cruzó la frontera, no le costó encontrar la boca del metro, llevaba poco dinero porque había enviado todos sus ahorros a la mujer con la que iba a vivir. Era algo frecuente en Brasil, el cambio, debido a la inflacción era muy desigual y si tenían a alguien de confianza en el país de llegada, preferían hacer el cambio de monedo de modo privado.
La casa estaba en un barrio popular de Madrid, su destino final. Realmente en aquel momento estaba convencida de que esta ciudad la llamaba desde su pasado. Su abuela era española y había emigrado a Chile durante la Guerra Civil, se instaló en Santiago y no volvió a pensar en España. Cambio su acento y así se lo legó a su nieta. Blanca creía firmemente que el espíritu de su abuela muerta había vuelto a casa y la encontraría ahí, en las calles estrechas y caóticas del barrio de La Latina del que siempre le hablaba, como si fuera lo único que guardaba en su memoria, porque era lo único, el resto lo había olvidado.
También en su interior, Blanca albergaba la esperanza de conseguir fácilmente la nacionalidad. Había leído acerca de una nueva ley por la Memoria Histórica que facilitaba el pasaporte a los nietos de republicanos exiliados.
Desde su móvil con conexión aún brasileña llamó a la mujer, tuvo que insitir varias veces pues parecía que no había buena cobertura. Sentía frío y el abrigo que había comprado en Lima estaba guardado en una de las maletas. Traía dos, una grande de color naranja, que era dónde estaba el abrigo, y otra un poco más pequeña que era ya vieja y de la que había estado a punto de deshacerseen varias ocasiones.
- Sí, dígame, dígame. - Preguntó insistente la mujer que fue a asomarse a la celosía del tendedero. - ¿De qué color vas vestida? - le preguntó.
- Naranja.
La mujer respondió con calma.
- Espera ahí, te veo, bajo a buscarte y te ayudo con las maletas.
Entraron en la casa.
- ¿Cómo estás?, ¿tienes hambre? Estarás agotada, ¿quieres acostarte? Ven te enseño tu cuarto a ver qué te parece. Lo he limpiado y he vaciado el armario. Dime si necesitas más espacio.
Blanca se asomó por la ventana de aquel piso noveno y vio la carretera, las aceras de adoquines y los árboles talados por las copas intentando brotar. Ese día la primavera estaba bruma y el aire no era claro. Hacía frío.
- Estoy cansada, pero no tengo ganas de dormir. Me gustaría comer algo, soy vegetariana.
Por suerte la mujer tenía en la cocina una tortilla de patata y algo de ensalada. Lo llevó al salón y se sentó con ella para acompañarla mientras le seguía haciendo preguntas.
- Perdona, no te estoy dejando aterrizar. A veces hablo demasiado y tú estás agotada. Te dejo en silencio para que abras tu maleta y te organices. Dime si necesitas algo por favor.
- Gracias. - Respondió Blanca con la mirada lejana. - Gracias.
El cuarto era de su hija, tenía una mesa blanca ya gastada y una cama nido. No era perfecto, pero tenía un armario grande donde le cupo todo lo que traía y la casa era acogedora. Se sintió bien, segura y sonrió cuando pensó en la mujer. Abrió su cuaderno de viaje y dibujó una yegua galopando por un camino estrecho y pulido, cerró los ojos para no recordar y comenzó a escribir.
Día 1, 3 de marzo de 2023
Sigo caminando entre sumas y restas...
La vida transcurría sin rutina para Blanca y se encontraba con la mujer en el pasillo de la casa donde comenzaron a charlar, a tener intensas conversaciones sobre temas profundos. Aprendieron sus diferencias y Blanca observó como esta mujer tenía una gran curiosidad por aprehender. Se gustaron con el tiempo y comenzaron a sentirse bien juntas.
Blanca salía a pasear a un parque cercano, se llamaba Casa de Campo, era muy grande y allí podía caminar sin ver el final. En general, todos los espacios verdes por los había paseado tenía límites, se veían edificios y estaban sucios. En España se fumaba mucho y había colillas por todas partes, incluso en zonas infantiles.
Pasaba los días en su ordenador solucionando papeles, buscando trabajos que tuvieran que ver con su formación, haciendo búsquedas exahustivas de información que pudiera facilitarle conexiones, alianzas. Envió currículums a empresas, a organizaciones culturales. Buscó residencias de arte, formaciones y becas para másteres. Recibía alguna respuesta, hizo alguna entrevista y siguió buscando.
Los días pasaban, llevaba más de un mes en Madrid. Conoció a algunas personas y siguió buscando trabajo. Sin embargo su búsqueda se torno en una espiral que siempre terminaba en el mismo sitio, necesitaba papeles.
Al cabo de tres meses dejó Madrid para irse a Barcelona, dejó detrás a su abuela que había olvidado esta ciudad y deseó que la acompañase en su camino. Se despidió de la mujer que la había acogido con recelo desde el principio y a la que guardó en su corazón porque era honesta y la había cuidado. Siguieron en contacto y volvió a la casa un par de veces.
Al cabo de los meses recibió un mensaje de voz de la mujer. Parecía serena y le decía que tenía el corazón roto. La ruptura con su esposa era ahora definitiva y estaba escribiendo un libro. Le pedía un testimonio que tratara del desamor. En el audio le explicaba que necesitaba referentes, información, alivio y ayuda para entender que el desamor pasa, que es habitual y que se recorre hacia adelante hasta llegar a otro destino.
Blanca recordó su vida, cuando el padre de su hija le dijo que se marchaba, que era por el bien de las dos y que estaría pendiente. Recordó su soledad y como sobrevió a su vida con la hija de la mano.
Se acordó de María, que había llorado en el aeropuerto de Brasilia y solo por su amor había podido sonreír cuando Blanca cruzó el control policial. Seguían juntas, pero sabían que pasaría muchísimo tiempo hasta que volvieran a encontrarse, que tal vez en el próximo abrazo sus cuerpos no fueran los mismos y se reconocieran tan solo en la presión amable de sus brazos. La quería, la echaba de menos.
Sí, claro que fui amada y amé. Amé mi libertad sin huidas, amé el valor de la verdad y amé mis pasos. Amo mi camino a veces pedregoso y recuerdo desde el desamor la senda pulida y limpia por donde dejé la aldea.
El amor para mí, querida, es un tránsito de vida y de valor. Caminar con quien te acompaña y te cuida.
Claro que quise apegarme, claro que intenté engañarme ofreciéndome desamores y abrazando aún los que no reconozco, porque aún están por llegar. Sí, el desamor duele, pero es parte de pasar. Yo siempre he amado desde el respeto a mí misma y he sabido quién soy.
Mi dolor fueron las bridas que me ató la vida, pero seguí galopando. Mi desamor fue con mi pueblo, con el lugar que hoy puedo escuchar en el silencio de la noche. Perder el verde y el aroma de la selva, cargar con el abandono, saber que algunos árboles mueren y yo no podré despedirlos.
He traído a mi hija, pero la luz de mi tierra quedó allá.
Sé de qué me hablas, sé que el corazón se seca cuando te vas de casa, cuando tienes que caminar otras tierras o países, como yo. Cuando no te reconocen porque acabas de llegar. Volver a empezar a construirte sin referentes.
Cerró los ojos y vio a su pueblo, escuchó el chasquido de la madera y sintió el picotazo en el pecho. Lloró por el barro y el tacto de la tierra húmeda y sintió que su cuerpo se volvía denso y condensaba el aire.
La noche terminó, Blanca aún seguía sentada en la silla con los ojos cerrados. Sabía que Violeta dormía. Entonces miró la luz del amanecer que se colaba a través de la persiana gris de plástico. Escuchó los primeros coches arrancando en el barrio, la rutina de los ascensores y el monótono callar de las aves.
Se levantó a prepararse otra infusión y despertar a Violeta para acompañarla al colegio. Se sentía cansada.
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