
Se llamaba Alba.
Nació con la piel clara y pulida, ojos brillantes de cristal marrón castaño y la cara dulce.
En el colegio era feliz, nadie jugaba al fútbol como ella, nunca le faltaron los amigos. En su clase todos enorgullecían de que jugase en la liga escolar. No le gustaba competir, pero le divertían los domingos por la mañana cuando había partido.
Sus padres siempre orgullosos de las dos, las querían sin descripciones. Eran dos niñas que brillaban en el colegio y además, eran populares. Ellos habían decidido asentarse hacía años, realmente un poco antes de decidir que querían formar una familia. Ambos tenían carreras y ahora buenos trabajos, ganaban dinero más que suficiente y pensaron que ya era hora de dejar la comuna. Seguían siendo felices, pero el cotidiano, los horarios en la empresa y el entorno se había convertido en un imán que los alejaba de su libertad y los atraía hacia el ordinario. Por este motivo creyeron en formar un hogar y construir su fantasía dentro de una casa.
Alba era la mayor. Nació con los ojos abiertos y ya mirando. Su curiosidad mientras crecía causó algunos destrozos. Le gustaba desmontar los motores de las máquinas y también los mecanismos de los relojes.
Aquella Navidad se habían despertado las dos a la vez, siempre había sido así desde que cumplieron cinco años. Antes de domirse se decían la una a la otra que la primera que se despertase que despertara a la que dormía. Llegaron al salón de la casa y vieron los paquetes, fueron corriendo y gritando.
- ¡Mamá!, ¡Papá! Ha venido Papá Noel. ¡Mamá! ¡Papá!
Y así era hasta que ellos salían de la cama.
Aquel año, cuando Alba abrió su paquete se quedó sorprendida, no entendía que Santa trajera un regalo con el que ella no sabía jugar. Le pareció injusto que hubiera dejado para ella una muñeca, miró a su familia y sonrío.
Es cierto que sus padres habían notado que las hermanas no jugaban juntas como antes. El último año habían crecido mucho y también cambiado.
Abrieron la caja y Azucena gritó con alegría.
- ¡Bien! ¡Bien! Mi muñeca, la que había pedido a Santa. ¡Mamá! ¡Papá! ¡Mirad, mirad!
- Claro cariño, Santa siempre trae lo que deséais. Recuerda que siempre te digo que si deseas algo con mucha fuerza apretando tus manitas, si lo deseas así, ocurre.
El padre miraba a Alba, observaba su cara de sorpresa y también un poco de decepción. Alba estuvo un rato mirando su regalo, vió a su hermana hablando a la muñeca, volvió a sonreír y se fue hacía donde ella estaba.
- Toma Azucena, te la regalo. - le dijo sin perder la sonrisa.
Miró con alegría a su hermana que abrió los llenos de chispas, gritó aún más y salió corriendo hacia su madre.
- Mamá, mamá, ahora puedo tener dos bebés, como tú y papá. ¿Crees que pueden ser gemelas? ¿Cómo me dijiste que era ser gemelas?
En aquel momento el padre las interrumpió con su voz dulce.
- Vamos niñas, a desayunar, Papá Noel nos ha dejado en la cocina vuestro regalo preferido.
- Corre Alba, gofres, seguro que son gofres.
Las dos niñas corrieron entre risas y saltaron a la mesa de la cocina sin esperar a sus padres. Los años que vivieron en Bélgica siempre fueron así, las hermanas aún recordaban aquellas Navidades en la casa de Attert y el olor a pino en el salón. Fueron años muy felices, días de infancia. Años más tarde se mudaron a Madrid y allí se instalaron definitivamente.
Alba tenía diez años, su hermana uno menos. Eran muy parecidas, incluso en el patio del colegio a veces las confundían. Aquel año Azucena se empezó a dejar crecer el pelo. Su madre se lo derrendaba cada noche y por la mañana le hacía una trenza. Iban solas al colegio y por el camino se encontraban con sus compañeros. Alba, ahora, se quedaba siempre más retrasada cuando llegaban las amigas de su hermana y empezaban a hablar entre ellas y se reían. Hablaban de los chicos de la clase y Alba sentía vergüenza, porque jugaban en la liga de colegios y era amiga de todos.
Alba no se había dejado crecer el pelo, ni su madre la peinaba por las noches, no hablaba de chicos, ella jugaba al fútbol. Era muy buena con el balón y cuando llegaron a la adolescencia, solo entonces lo alternaba por el ordenador.
Las dos hermanas se querían mucho, y siguieron siempre unidas, como cuando eran pequeñas.
Los padres de Alba no olvidaron aquella Navidad. A veces la recordaban juntos y a veces hacían también pequeñas bromas. Era una familia feliz y también inocente. Se querían y todos crecían libres, seguros.
Alba era más retraída, sin embargo siempre se reía y sonreía.
Cuando llegó al instituto, tuvo una profesora de Educación Física que la animó a participar en la Campeonato Nacional de Atletismo juvenil.
- Alba, eres buena y creo que podríamos prepararte bien. Sería genial porque contigo podríamos presentar un buen equipo escolar. Me gustaría hablar con tus padres. Necesitaríamos federarte.
- No sé...
- ¿No te apetece?, sé que te gusta el fútbol, no creas que esto te impedirá continuar en la liga.
- Me gusta el fútbol, en el equipo están todos mis amigos.
- Verás, entrenamos los miércoles y los viernes por la tarde. El Campeonato comienza en mayo y la liga entonces está a punto de terminar. Será difícil que coincida algún partido y si es así, siempre puedes jugar en el equipo. Tenemos suplentes, no te preocupes.
- Me gusta jugar con mis amigos.
Lucía la miró fijamente.
- Vale, me apunto a atletismo. - y sonrió.
Alba consiguió varias medallas en el equipo de atletismo y sobre todo, como cada vez que competía, buena reputación para el colegio.
Sabía que era buena, se sentía orgullosa de sí misma. En casa siempre habían reconocido sus cualidades. Las habían dejado libres y no habían juzgado sus diferencias.
Azucena era una niña como las de su clase, estudiaba y sacaba buenas notas. No llamaba la atención, le gustaba salir el sábado al cine con sus amigas o a merendar al Burguer. En su grupo todas se peinaban de un modo similar, les gustaba comentar las mismas series. Les gustaba charlar en el recreo del colegio y concursar en los murales que se hacían en patio escolar cuando se celebraba la Semana Cultural del instituto. Participaba también en actividades extraescolares y le gustaba ayudar a sus compañeros en los grupos de apoyo que organizaba el tutor fuera del horario escolar.
Aquel año de Secundaria fue una época compleja para Alba que nunca perdió su sonrisa.
Siguió jugando en la liga, aquel año habían llegado a la final. El entrenador estaba exultante. Llegaron al campo con sus familias, como siempre. Aparcaban, iban hacia la puerta del campo, se saludaban y se despedían de los chicos en la puerta de jugadores. Bajaban todos comentando los que habían hecho el fin de semana. Se sentían nerviosos ante la responsabilidad de una final. Es cierto que no era la primera, pero cada vez era como si jugasen por primera vez. Todos fueron hacia el vestuario para cambiarse junto a su taquilla. Al llegar a la puerta del vestuario el entrenador esperó en la puerta hasta que llegó Alba, le hizo una seña para que se acercase y le dijo:
- Alba, el vestuario de chicas está en lado de la derecha.
Ella se sorprendió, sintió que se le encogía el estómago y casi se le empaparon los ojos de lágrimas. Hasta ese momento nunca se había sentido diferente, siempre habían entrado todos al vestuario y se habían cambiado juntos, ella se sentía una más y ninguno de ellos la veía como una chica. Eran un equipo, eran amigos y siempre se divertían.
La adolescente miró a su entrenador con los ojos muy abiertos y estuvo así un instante. El tiempo que dura una palabra en quedarse prendida por dentro, por qué.
Fue un buen partido, se llevaron a casa otro nuevo trofeo. Se fecilitaron en el campo de fútbol, se cambiaron la camiseta y celebraron la victoria camino del vestuario. Alba no estaba.
Cuando terminó el partido se fue corriendo a su vestuario, se cambió sin ducharse y salió corriendo del recinto. Apretaba los dientes para no gritar, sentía rabia, un dolor agudo que no reconocía, también vergüenza. No entendía esto. En casa había aprendido que la vergüenza era algo puntual, que no dolía como ahora.
Salió del campo corriendo, con la bolsa de entrenar medio abierta, medio vacía. Era tarde y ya de noche. Conocía de memoria el camino y siguió corriendo. Sentía rabia y no comprendía. Siguió corriendo hacia su casa, las lágrimas se resbalaban por su rostro como arroyos y saltaban hacia la calle, hacia ese espacio vacío que ella iba dejando al pasar. Cuando llegó a casa tenía la cara sucia, enrojecida. Abrió la puerta con sus llaves y subió las escaleras corriendo, sin saludar.
- ¡Alba! - gritó su madre desde el salón al oír la puerta - ¿Alba?
Oyeron el portazo, se miraron sorprendidos y subieron a su cuarto. Llamaron a la puerta.
- Alba, ¿podemos pasar?
La oyeron llorar y se miraron, empujaron la puerta y la vieron en su cama tumbada boca abajo. Los dos se sentaron junto a ella. Lloraba.
- No voy a volver a entrenar, odio el fútbol. - les explicó sin gritar.
- ¿Qué ha pasado cariño? - prenguntó su padre.
Ella volvió a repetir lo mismo. Al cabo de un rato, agotada, se fue quedando dormida. Sus padres se quedaron con ella hasta que se calmó, la cubrieron con el edredón y salieron en silencio.
Alba no dio más explicaciones.
Al día siguiente bajó a desayunar. Su mirada había cambiado.
- ¿Estás bien cielo? - preguntó la madre.
- Mamá, me voy a dejar crecer el pelo. Me gustaría pintarme las uñas, ¿puedo hacerlo ya?
Los tres la miraron asombrados, confusos.
- Sí, creo que tu hermana tiene varios pintauñas guardados en una caja en su habitación. Yo también creo que tengo alguno de una boda, aunque no sé si estará un poco seco. - sonrió y fue a coger las tostadas que ya habían saltado hacía un rato. Se habían quedado frías, las cogió con la mano, las puso en un plato y las llevó a la mesa. Ninguno lo notó. Charlaron mientras desayunaban. Era domingo.
Alba cambió de amigos, ya no iba a entrenar y los fines de semana salía al Burguer con sus amigas. En el patio de colegio se sentaba con ellas en el suelo a charlar. Llevaba una falda muy corta. No necesitaba ya pantalones porque no jugaba al fútbol en el recreo.
Cuando cumplió treinta años su familia le preparó una fiesta sorpresa muy especial. Aquel año coincidió con la Semana Santa y organizaron un viaje a Bélgica. La llevaron al aeropuerto sin decirle adonde iban y cuando se detuvieron frente al panel de salida de vuelos Alba gritó.
- ¡Bruselas!
No habían vuelto desde que las niñas eran pequeñas, seguían aún en contacto con sus amigos, pero el trabajo no les dejaba mucho tiempo y cuando tenían vacaciones largas iban a la casa de Denia.
Las hermanas siempre recordaban los días de Bruselas como algo mágico, la nieve, el olor dulce de la ciudad, el chirrido de los trenes cuando iban al colegio por la mañana, los colores en el aula, el frío, la infancia.
Fue un viaje especial. Aunque volaron el día de su cumpleaños, lo celebraron prácticamente durante el tiempo que duraron aquellas vacaciones.
Al llegar fueron a cenar a su restaurante favorito en la ciudad, aún seguía abierto. El dueño los conocía porque solían ir a allí cada viernes después del colegio. Sus padres siempre decían que no era un día para cocinar y se sonreían. Prepararon la fiesta en casa de una de las amigas de su hermana, consiguieron juntar a casi todos los amigos de la infancia de Alba. Azucena abrazó a su amiga cuando esta abrió la puerta y les invitó a pasar.
- Gracias Marie, - dijo Azucena emocionada. - es que, todo sigue igual. - le dijo emocionada.
Los padres de Marie habían fallecido en un accidente hacía algunos años y ella, hija única, había heredado la casa paterna.
Marie había preparado la fiesta junto a Azucena por vídeo, también los padres habían aportado ideas y entre todos habían conseguido que, salvo los amigos de la infancia que vivían fuera de Bélgica por trabajo, estuvieran allí. Fue una noche maravillosa, parecía que el tiempo, no hubiera pasado.
Se despidieron como si al día siguiente fueran a verse para ir a la escuela. Cada hermana con sus amigos, los padres organizándose para llevar a los niños al colegio y verse una próxima vez.
Volvieron al hotel, hacía mucho frío, pero iban bien abrigados. Caminaron en silencio, llenos de recuerdos y rememorando cada una de las conversaciones que habían mantenido, viendo cada imagen como si fuera una película, grabando en su corazón cada uno de los rostros que habían amado, llevándose impresos en la memoria los olores de la ciudad.
Entraron en el hotel, se dieron un beso de buenas noches antes de subir a las habitaciones. Alba y Azucena dormían juntas. La hermana pequeña se puso el pijama, se cepilló los dientes y se acostó. Se durmió inmediatamente.
Alba se pusó el abrigo, también el gorro y los guantes y salió al balcón del hotel, desde ahí podía ver la ciudad vieja. Hacía frío y la nariz se le quedó congelada y roja en cuanto cerró la puerta del balcón. Empezaba a nevar. Los ojos se le emparon de lágrimas que saltaban desde su rostro hacia la calle. Volvió otra vez a sentir su corazón roto, sintió de nuevo aquel dolor de su infancia cuando decidió no volver a jugar al fútbol y cambiar. Se dió cuenta en aquel momento de que aún no había amado a nadie, de que no se había enamorado. Se vio a sí misma corriendo aquella noche por la calle desde el campo de fútbol camino a su casa. Se recordó a sí misma quitándose las botas de fútbol en el vestuario femenino, sola, sentada en el banco y rodeada de taquillas. Se acordó de la voz de su madre que le pregunta desde el piso de abajo de la casa que dónde había olvidado la ropa de entrenar, que su bolsa estaba vacía y que le respondió que ya no la necesitaba. Apretaba la boca y lloraba con rabía. Se llamaba Al y sus amigos la llamaban así. El corazón se le encogía más y más y lloraba el sabor amargo que deja en la boca el desamor, sentía en su pecho el mismo dolor que aquella noche cuando dedició olvidarse de esa niña y determinó que tenía que inventarse una nueva Alba. Aquella noche, tumbada en su cama boca abajo borró quién había sido y se abandonó. Necesitaba nuevos escenarios. Cambió a sus amigos por las compañeras de clase. Lloraba a solas para que nadie pensara que prefería ser como antes, cuando los días se sucedían solos y no necesitaba cambiar porque, la vida transcurría sin ella que se diera cuenta. Los días de la niñez en que todas las caras le resultaban conocidas y reírse era fácil, porque todos nos reíamos de lo mismo, éramos iguales y nos gustaban las mismas cosas, íbamos a los mismos sitios sin preguntar a dónde. Y comprendí el miedo a sufrir, comprendí que estaba sola y que no sería fácil compartir mi dolor. Hoy me hablas de desamor en la cocina de casa y sí entiendo lo que me cuentas. Te abrazo y te digo que yo nunca he sentido ese desamor del que me hablas porque el corazón se me rompió el día que me dejé crecer el pelo y dejé de ser quien era. El día que traicioné a la adolescente que me hacía feliz y la olvidé durante tantos años.
Cuando aterrizaron en Madrid se quedaron un rato parados mirando hacía la ciudad antes de bajar las escaleras del avión. Se dieron cuenta de que ya olía a verano.
Alba había olvidado ponerse los pantalones cortos y las deportivas. Llevaba aún el chandal con el salió de Bélgica. En el momento en que iba a poner el pie en el primer escalón, su madre la miro y le dijo:
- Pero mira que te que te queda bien el pelo corto, cielo.
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