Con los ojos secos...
...como los portaba Antígona enfrentada a los hombres soldado para enterrar a su hermano. Con la pala oculta entre su saya y cantando funerales que tapasen los golpes del metal. Huele a sudor y a hierro y los hombres soldado la buscan en sus miradas obscenas porque creen que la guerra es el sexo de los héroes. Antígona se carcajea por dentro en una risa de tono grave que temblaría a las criaturas más bajas de la naturaleza. Camina entre hogueras de periféricas brasas que pisa en su dolor y que guarda en gemidos intencionados, para llegar hasta él. Nadie le ha indicado dónde yace, pero huele a muerte y a putrefacción, su propia sangre, su genética abatida. Lo encuentra, lo besa y bebe su sangre amada, se enjuga el sudor con las manos inertes del hermano amado y cubre su cuerpo con aceites sagrados de aromas esenciales. Le lava el rostro con manantiales patrios y cose su ropaje rasgado. Prepara la fosa en la misma colina donde lo ha hallado, clava la pala en la tierra ensangrentada de enemigos y patriotas y nada más pasa. Antígona, la valiente, la única heroína de una inútil guerra, es detenida en un despreciable acto, los hombres soldado comulgan con la vergüenza. Antígona, mujer entre mujeres, olor a tierra madre, te llevan. Antígona grita en el campo de batalla y acalla el dolor de los heridos, el sonido de la violencia. Antígona pierde los ojos por este retorno ajeno donde se desgarra su infancia. Antígona, la fiel, es traidora a la madre, su hermano se pudrirá bajo el baile de las carroñeras. Antígona grita, Antígona clama, Antígona se ahoga entre las manos sucias de los hombres soldado y sus ojos se abren en surcos de tierra agrietada, se resecan sin el olor fresco de su patria inmolada que camina hacia el desierto como en un cadalso.
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