jueves, 21 de agosto de 2025

LDARF

Cuando saió de la pequeña cabaña al amanecer sintió un nudo en la garganta, al cerrar la puerta se detuvo para observar cada grieta, la erosión que la humedad había dejado y se recordó puliéndo la madera con sus manos para volverla joven. Extendió la palma sobre la cancela y se despidió. Antes de volverse escuchó la voz de su madre que la llamaba por su nombre.

- Blanca, adiós.

Su madre nunca se había despedido de ella porque cada vez que salía para ir hacia el bosque, sabía que iba a volver. 

Esta vez no sería así. Se habían dicho adiós la noche anterior en la ceremonia de ayahuasca, la hicieron en círculo con la comunidad. Cada vez que alguien abandonaba el bosque, la pequeña población de la sabana se reunía para acompañarla en este viaje de ida, después del rito, los más jóvenes salían a limpiar el camino que llevaba a la ciudad, parecía que lo pulían. Retiraban las piedras que se habían acumulado desde la última vez que alguien había salido de la aldea y en cada guijarro veían sus pasos avanzando. Recogían las hojas caídas, las secas y las verdes y las llevaban a la compostera para que volvieran a la tierra. A la mañana siguiente, antes del amanecer, se levantaban para comprobar que el camino seguía limpio y de no ser así, porque el viento de la noche lo había llenado de polvo, lo volvían a barrer.

Después de terminar la toma se escuchó el aullido del saraguato. Este fue el motivo por el que aquella vez nadie pudo dormir mientras hacía efecto la medicina. Cada uno mantuvo los ojos muy abiertos mirando hacia la maleza. La noche era oscura y la vegetación espesa permitía tan solo escuchar los sonidos entre las ramas, los pasos de algún depredador, el vuelo de un insecto o el movimiento de las alas del pajaro aún adormecido. La selva entonces se iluminó, un fulgor fosforescente impregnó las hojas y las ramas de los árboles, los altos troncos. La cúpula estelar que hasta ahora les había alumbrado se ensombreció con la luz que desprendía el bosque y pudieron ver entre las hojas los animales que antes escuchaban. 

La luz les cegaba y sin embargo mantenían los ojos muy abiertos.

- Blanca, adiós. - La voz de la madre se escuchó en el claro y resonó a través de la humedad.

El olor de los árboles comenzó a hacerse denso y se podían distinguir las diferentes especies según el aroma que estos desprendían. Todos los presentes escucharon el crujir de la madera al incorporarse la hija. Seguían igual, las mismas posturas, los mismos gestos, los ojos abiertos.

La hija se acercó a la hija y esta primera la besó en los brazos. La segunda hija estaba en calma, con su quietud desaceleraba el corazón de caballo de su madre. A Blanca le latía el pecho que se le movía hacía fuera como una escultura, impulsando y retrocediendo. Sus ojos grandes y oscuros observaban a la niña, giró la cabeza al escuchar un gemido, resopló y con sus crines movió las fosforescencias del aire dejando una estela que semejaba a la cúpula celeste. El bosque volvió a llenarse de estrellas mientras se apagaba la floresta. El viento dejó en su cabeza el frío que anunciaba el amanecer, irguió su cuello, se volvió hacia la selva y galopó velozmente atravesando la espesura y dejando un hueco de hojas pisadas a su paso.

La hija primera se despertó antes que los demás, la nieta siguió dormida incluso después de que saliera el sol. La noche había transcurrido en paz. Poco a poco cada uno de los integrantes de la ceremonia fue saliendo del círculo y despejaron el claro. Dejaron el bosque a solas y el amanecer les llegó ya en sus cabañas. En la aldea había familias, otras personas como Blanca, no compartían habítaculo. 

La madre aún vio a su hija abandonando la tierra y en la distancia distinguió como Blanca levantaba la mano y decía adiós a su madre. No la había besado.

Tardó dos días en cruzar la sabana, durmió al raso y el verano fue amable con su descanso. En la naturaleza la reconocían y la respetaban. No tuvo miedo, no tuvo inquietud y estuvo alerta durante todo su viaje. Fue reteniendo el olor de cada árbol en su cuerpo hasta que no hubo espacio para más, sintió tristeza y aceptó que no podía retener el aroma de su casa y siguió respirando.

Llegó al final del campo, de los árboles y de la fauna. Cerró los ojos y aspiró por última vez antes de abandonar su hogar.

Tenía el pelo ondulado y color champán, el sol destelló en su cabello al salir del avión. Se quedó extasiada mirando la pista de aterrizaje del aeropuerto. Alguien le dijo por detrás:

- Señorita, por favor, la rampa está despejada, puede usted bajar. 

- Uma perda. - Respondió Blanca. Y se quedó mirando a los ojos de la azafata.

- Baje por favor, ¿está usted bien? - La azafata pensó por un momento en llamar a la asistencia médica. - ¿Se encuentra bien? - Sí, sí. Disculpas. - Le respondió con su bello acento chileno heredado de su abuela. 

Bajó las escaleras y cuando puso el pie en el asfalto del aeropuerto madrileño, sintió de nuevo los olores de los árboles y se preguntó si existirían ni siquiera en esta tierra, si volvería a olerlos. Escuchó el trote del venado en la noche, el aullido del lobo y el canto del colibrí. Entró al autobús que esperaba a los pasajeros de su vuelo y que les llevaría hasta la puerta de acceso al edificio.

Estaba agotada, llevaba dos noches sin dormir, tres días viajando, había hecho escala de doce horas en Lima, se había olvidado de comer, había comprado un abrigo y se dio cuenta de que buscaba souvenirs para Violeta cuando no sabía el tiempo que iba a pasar hasta que volvieran a verse. 

En su cabeza una mirada, en su cuerpo un impulso, el de salir, el de vivir y buscar, correr, creer. Porque así era Blanca, miraba de frente a la vida, creía. Se sentía libre, a pesar de que sabía que alguien después de ese amanecer, la estaba añorando intensamente.

Cruzó la frontera, no le costó encontrar la boca del metro, llevaba poco dinero porque había enviado todos sus ahorros a la mujer con la que iba a vivir. Era algo frecuente en Brasil, el cambio, debido a la inflacción era muy desigual y si tenían a alguien de confianza en el país de llegada, preferían hacer el cambio de monedo de modo privado. 

La casa estaba en un barrio popular de Madrid, su destino final. Realmente en aquel momento estaba convencida de que esta ciudad la llamaba desde su pasado. Su abuela era española y había emigrado a Chile durante la Guerra Civil, se instaló en Santiago y no volvió a pensar en España. Cambio su acento y así se lo legó a su nieta. Blanca creía firmemente que el espíritu de su abuela muerta había vuelto a casa y la encontraría ahí, en las calles estrechas y caóticas del barrio de La Latina del que siempre le hablaba, como si fuera lo único que guardaba en su memoria, porque era lo único, el resto lo había olvidado.

También en su interior, Blanca albergaba la esperanza de conseguir fácilmente la nacionalidad. Había leído acerca de una nueva ley por la Memoria Histórica que facilitaba el pasaporte a los nietos de republicanos exiliados. 

Desde su móvil con conexión aún brasileña llamó a la mujer, tuvo que insitir varias veces pues parecía que no había buena cobertura. Sentía frío y el abrigo que había comprado en Lima estaba guardado en una de las maletas. Traía dos, una grande de color naranja, que era dónde estaba el abrigo, y otra un poco más pequeña que era ya vieja y de la que había estado a punto de deshacerseen varias ocasiones. 

- Sí, dígame, dígame. - Preguntó insistente la mujer que fue a asomarse a la celosía del tendedero. - ¿De qué color vas vestida? - le preguntó.

- Naranja.

La mujer respondió con calma.

- Espera ahí, te veo, bajo a buscarte y te ayudo con las maletas. 

Entraron en la casa.

- ¿Cómo estás?, ¿tienes hambre? Estarás agotada, ¿quieres acostarte? Ven te enseño tu cuarto a ver qué te parece. Lo he limpiado y he vaciado el armario. Dime si necesitas más espacio. 

Blanca se asomó por la ventana de aquel piso noveno y vio la carretera, las aceras de adoquines y los árboles talados por las copas intentando brotar. Ese día la primavera estaba bruma y el aire no era claro. Hacía frío.

- Estoy cansada, pero no tengo ganas de dormir. Me gustaría comer algo, soy vegetariana. 

Por suerte la mujer tenía en la cocina una tortilla de patata y algo de ensalada. Lo llevó al salón y se sentó con ella para acompañarla mientras le seguía haciendo preguntas.

- Perdona, no te estoy dejando aterrizar. A veces hablo demasiado y tú estás agotada. Te dejo en silencio para que abras tu maleta y te organices. Dime si necesitas algo por favor.

- Gracias. - Respondió Blanca con la mirada lejana. - Gracias.

El cuarto era de su hija, tenía una mesa blanca ya gastada y una cama nido. No era perfecto, pero tenía un armario grande donde le cupo todo lo que traía y la casa era acogedora. Se sintió bien, segura y sonrió cuando pensó en la mujer. Abrió su cuaderno de viaje y dibujó una yegua galopando por un camino estrecho y pulido, cerró los ojos para no recordar y comenzó a escribir. 

Día 1, 3 de marzo de 2023

Sigo caminando entre sumas y restas...

La vida transcurría sin rutina para Blanca y se encontraba con la mujer en el pasillo de la casa donde comenzaron a charlar, a tener intensas conversaciones sobre temas profundos. Aprendieron sus diferencias y Blanca observó como esta mujer tenía una gran curiosidad por aprehender. Se gustaron con el tiempo y comenzaron a sentirse bien juntas.

Blanca salía a pasear a un parque cercano, se llamaba Casa de Campo, era muy grande y allí podía caminar sin ver el final. En general, todos los espacios verdes por los había paseado tenía límites, se veían edificios y estaban sucios. En España se fumaba mucho y había colillas por todas partes, incluso en zonas infantiles.

Pasaba los días en su ordenador solucionando papeles, buscando trabajos que tuvieran que ver con su formación, haciendo búsquedas exahustivas de información que pudiera facilitarle conexiones, alianzas. Envió currículums a empresas, a organizaciones culturales. Buscó residencias de arte, formaciones y becas para másteres. Recibía alguna respuesta, hizo alguna entrevista y siguió buscando. 

Los días pasaban, llevaba más de un mes en Madrid. Conoció a algunas personas y siguió buscando trabajo. Sin embargo su búsqueda se torno en una espiral que siempre terminaba en el mismo sitio, necesitaba papeles.

Al cabo de tres meses dejó Madrid para irse a Barcelona, dejó detrás a su abuela que había olvidado esta ciudad y deseó que la acompañase en su camino. Se despidió de la mujer que la había acogido con recelo desde el principio y a la que guardó en su corazón porque era honesta y la había cuidado. Siguieron en contacto y volvió a la casa un par de veces. 

Al cabo de los meses recibió un mensaje de voz de la mujer. Parecía serena y le decía que tenía el corazón roto. La ruptura con su esposa era ahora definitiva y estaba escribiendo un libro. Le pedía un testimonio que tratara del desamor. En el audio le explicaba que necesitaba referentes, información, alivio y ayuda para entender que el desamor pasa, que es habitual y que se recorre hacia adelante hasta llegar a otro destino.

Blanca recordó su vida, cuando el padre de su hija le dijo que se marchaba, que era por el bien de las dos y que estaría pendiente. Recordó su soledad y como sobrevió a su vida con la hija de la mano.

Se acordó de María, que había llorado en el aeropuerto de Brasilia y solo por su amor había podido sonreír cuando Blanca cruzó el control policial. Seguían juntas, pero sabían que pasaría muchísimo tiempo hasta que volvieran a encontrarse, que tal vez en el próximo abrazo sus cuerpos no fueran los mismos y se reconocieran tan solo en la presión amable de sus brazos. La quería, la echaba de menos. 

Sí, claro que fui amada y amé. Amé mi libertad sin huidas, amé el valor de la verdad y amé mis pasos. Amo mi camino a veces pedregoso y recuerdo desde el desamor la senda pulida y limpia por donde dejé la aldea. 

El amor para mí, querida, es un tránsito de vida y de valor. Caminar con quien te acompaña y te cuida. 

Claro que quise apegarme, claro que intenté engañarme ofreciéndome desamores y abrazando aún los que no reconozco, porque aún están por llegar. Sí, el desamor duele, pero es parte de pasar. Yo siempre he amado desde el respeto a mí misma y he sabido quién soy. 

Mi dolor fueron las bridas que me ató la vida, pero seguí galopando. Mi desamor fue con mi pueblo, con el lugar que hoy puedo escuchar en el silencio de la noche. Perder el verde y el aroma de la selva, cargar con el abandono, saber que algunos árboles mueren y yo no podré despedirlos. 

He traído a mi hija, pero la luz de mi tierra quedó allá. 

Sé de qué me hablas, sé que el corazón se seca cuando te vas de casa, cuando tienes que caminar otras tierras o países, como yo. Cuando no te reconocen porque acabas de llegar. Volver a empezar a construirte sin referentes. 

Cerró los ojos y vio a su pueblo, escuchó el chasquido de la madera y sintió el picotazo en el pecho. Lloró por el barro y el tacto de la tierra húmeda y sintió que su cuerpo se volvía denso y condensaba el aire.

La noche terminó, Blanca aún seguía sentada en la silla con los ojos cerrados. Sabía que Violeta dormía. Entonces miró la luz del amanecer que se colaba a través de la persiana gris de plástico. Escuchó los primeros coches arrancando en el barrio, la rutina de los ascensores y el monótono callar de las aves. 

Se levantó a prepararse otra infusión y despertar a Violeta para acompañarla al colegio. Se sentía cansada.


jueves, 7 de agosto de 2025

Hablar

Avena, mañana iremos a caminar al campo. No te lo he dicho antes porque hubieras empezado con tus preguntas y sé que no hubieras podido dormir esta noche. Eres así, tu curiosidad puede con el sueño, la expectación de la vida te despierta y podrías desadormecer al cansancio aunque estuviera acostado. Por eso no te hablé de la montaña, de los lobos, de los niños que caminan entre árboles gigantes y se quedan a la sombra. 

Antes de dormirte te leo un cuento. No me acuerdo de que cada vez que lo hago, tus pensamientos cruzan por la habitación y me inquieto. Esta noche la luna entraba intermitente en ráfagas en nuestro cuarto, a veces una nube las tapaba y a veces no. Te asustabas un poco en la oscuridad, pero entonces los pensamientos sobrevolaban tu cama moviendo el aire, levantaban un poco el embozo de tu sábana y te reías. A mí me sobrecoge un poco esto, porque los escucho pasar riendo y hablando entre ellos. Esta noche nos han mojado, venían llenos de mar o de arena. Esto me ha angustiado y he tenido que bajar al arroyo a lavarme, a quitarme las piedrecitas que se te han caído de los bolsillos cuando revoloteabas por el cuarto con ellos.

Antes de apagar la luz me has dicho que tú nunca vas a ir a un bosque de lobos y te has dormido. 

Bajo al arroyo con una toalla, sé que estás ya soñando con tus cosas. Me he sentado donde siempre nos ponemos a jugar y a contar las piedras del arroyo. Yo siempre sonrío porque te veo en tu afán de contarlas todas mientras se te escapan en el agua y se pierden sin que te des cuenta. Me hablas, miro al cielo.

Ha pasado una nube y me he quedado a oscuras, se escucha el viento y dudo si es tu imaginación que se ha venido conmigo. Me paro a escuchar, pero el camino está en silencio. Respiro. No sé porque hoy tu curiosidad me ha inquietado. No sé porque bajo hoy a quitarme la arena que se ha pegado a mis pies, no sé por qué siento frío.

Otra nube. 

Escucho el rumor del agua del arroyo. He bajado la tela blanca con la que siempre nos lavamos, su color me ha hecho pensar en la muerte y he querido llorar.

Recuerdo que me has preguntado mientras leía, con los ojos aún abiertos, qué era la muerte y me decías que tú nunca irías a un bosque de lobos. Yo tampoco quiero ir Avena, a mí también me asusta, te he dicho. 

Me estoy ya secando los pies, la piel de mis manos tiene surcos pequeños, suaves, infinitos, me hablan del tiempo, de ese pasar que para ti aún no existe. Miro el aire, escucho la noche y deseo que nunca acabe, que ojalá estemos así siempre, eternos. Aunque me altere algunos días como hoy con tus pensamientos. 

He vuelto a casa descalza, olvidé mis alpargatas junto al agua y no quise volver para recogerlas. He recorrido la senda sientiendo la humedad del bosque en mis pies y me he preguntado que por qué tendríamos que ir a un bosque de lobos.

Abro la puerta y voy a mi cama, no voy a limpiarme los pies llenos de tierra mojada. Estoy cansada, hoy hemos jugado todo el día y tengo sueño. Antes de dormirme he pensado que mañana, cuando vayamos al campo, te voy a pedir que nos quedamos aquí para siempre, en esta casa en el valle y así yo no tendré que irme y tú no me dirás adiós desde la puerta.

Nos hemos despertado temprano y salimos, huele a hierba mojada. Empezamos a andar y tú te paras a cada momento y me llamas.

- ¡Yaya, mira! Yaya, ¿puedo coger un caracol?, yaya, mira esta araña grandísima.

Y tu voz suena interminable en el valle y se mezcla con tus preguntas.

Yo camino en silencio, aún siento el frío de la noche en el arroyo.

La mañana está despejada y vemos a tu madre en la dehesa, nos llama con los brazos y tú aún no puedes verla. La saludo de vuelta y no me preocupo por no sonreír porque sé que aún no puede verme. Ella sonríe. Cuando la ves sales corriendo envuelto en tus preguntas y la llamas. Ella no ha dejado de sonreír. Yo camino aún despacio, el rocío está calando mis zapatos y siento otra vez los pies mojados.

Llego también a la dehesa y os veo en el suelo, hablando. No os daís cuenta del rocío y de que también estáis mojados. Sonrío al llegar a vuestro encuentro y aún de pie te escucho que preguntas a tu madre:

- Mamá, y ¿cuándo yo sea mayor, yaya estará muerta?

Siento tu mirada y te escucho.

- Mamá, vamos.

Te sonrío y seguimos caminando.

Conversando con Avena en la noche, en el bosque de los lobos.

Audio

https://drive.google.com/file/d/17bm7mcOXrAnP82FVlvvWviYGyB2oqULd/view?usp=sharing



lunes, 4 de agosto de 2025

EPÍLOGO


Se llamaba Alba.

Nació con la piel clara y pulida, ojos brillantes de cristal marrón castaño y la cara dulce.

En el colegio era feliz, nadie jugaba al fútbol como ella, nunca le faltaron los amigos. En su clase todos enorgullecían de que jugase en la liga escolar. No le gustaba competir, pero le divertían los domingos por la mañana cuando había partido. 

Sus padres siempre orgullosos de las dos, las querían sin descripciones. Eran dos niñas que brillaban en el colegio y además, eran populares. Ellos habían decidido asentarse hacía años, realmente un poco antes de decidir que querían formar una familia. Ambos tenían carreras y ahora buenos trabajos, ganaban dinero más que suficiente y pensaron que ya era hora de dejar la comuna. Seguían siendo felices, pero el cotidiano, los horarios en la empresa y el entorno se había convertido en un imán que los alejaba de su libertad y los atraía hacia el ordinario. Por este motivo creyeron en formar un hogar y construir su fantasía dentro de una casa. 

Alba era la mayor. Nació con los ojos abiertos y ya mirando. Su curiosidad mientras crecía causó algunos destrozos. Le gustaba desmontar los motores de las máquinas y también los mecanismos de los relojes.

Aquella Navidad se habían despertado las dos a la vez, siempre había sido así desde que cumplieron cinco años. Antes de domirse se decían la una a la otra que la primera que se despertase que despertara a la que dormía. Llegaron al salón de la casa y vieron los paquetes, fueron corriendo y gritando.

- ¡Mamá!,  ¡Papá! Ha venido Papá Noel. ¡Mamá! ¡Papá!

Y así era hasta que ellos salían de la cama.

Aquel año, cuando Alba abrió su paquete se quedó sorprendida, no entendía que Santa trajera un regalo con el que ella no sabía jugar. Le pareció injusto que hubiera dejado para ella una muñeca, miró a su familia y sonrío. 

Es cierto que sus padres habían notado que las hermanas no jugaban juntas como antes. El último año habían crecido mucho y también cambiado. 

Abrieron la caja y Azucena gritó con alegría. 

- ¡Bien! ¡Bien! Mi muñeca, la que había pedido a Santa. ¡Mamá! ¡Papá! ¡Mirad, mirad!

- Claro cariño, Santa siempre trae lo que deséais. Recuerda que siempre te digo que si deseas algo con mucha fuerza apretando tus manitas, si lo deseas así, ocurre.

El padre miraba a Alba, observaba su cara de sorpresa y también un poco de decepción. Alba estuvo un rato mirando su regalo, vió a su hermana hablando a la muñeca, volvió a sonreír y se fue hacía donde ella estaba.

- Toma Azucena, te la regalo. - le dijo sin perder la sonrisa.

Miró con alegría a su hermana que abrió los llenos de chispas, gritó aún más y salió corriendo hacia su madre.

- Mamá, mamá, ahora puedo tener dos bebés, como tú y papá. ¿Crees que pueden ser gemelas? ¿Cómo me dijiste que era ser gemelas?

En aquel momento el padre las interrumpió con su voz dulce.

- Vamos niñas, a desayunar, Papá Noel nos ha dejado en la cocina vuestro regalo preferido.

- Corre Alba, gofres, seguro que son gofres.

Las dos niñas corrieron entre risas y saltaron a la mesa de la cocina sin esperar a sus padres. Los años que vivieron en Bélgica siempre fueron así, las hermanas aún recordaban aquellas Navidades en la casa de Attert y el olor a pino en el salón. Fueron años muy felices, días de infancia. Años más tarde se mudaron a Madrid y allí se instalaron definitivamente.

Alba tenía diez años, su hermana uno menos. Eran muy parecidas, incluso en el patio del colegio a veces las confundían. Aquel año Azucena se empezó a dejar crecer el pelo. Su madre se lo derrendaba cada noche y por la mañana le hacía una trenza. Iban solas al colegio y por el camino se encontraban con sus compañeros. Alba, ahora, se quedaba siempre más retrasada cuando llegaban las amigas de su hermana y empezaban a hablar entre ellas y se reían. Hablaban de los chicos de la clase y Alba sentía vergüenza, porque jugaban en la liga de colegios y era amiga de todos. 

Alba no se había dejado crecer el pelo, ni su madre la peinaba por las noches, no hablaba de chicos, ella jugaba al fútbol. Era muy buena con el balón y cuando llegaron a la adolescencia, solo entonces lo alternaba por el ordenador. 

Las dos hermanas se querían mucho, y siguieron siempre unidas, como cuando eran pequeñas. 

Los padres de Alba no olvidaron aquella Navidad. A veces la recordaban juntos y a veces hacían también  pequeñas bromas. Era una familia feliz y también inocente. Se querían y todos crecían libres, seguros. 

Alba era más retraída, sin embargo siempre se reía y sonreía.

Cuando llegó al instituto, tuvo una profesora de Educación Física que la animó a participar en la Campeonato Nacional de Atletismo juvenil. 

- Alba, eres buena y creo que podríamos prepararte bien. Sería genial porque contigo podríamos presentar un buen equipo escolar. Me gustaría hablar con tus padres. Necesitaríamos federarte. 

- No sé...

- ¿No te apetece?, sé que te gusta el fútbol, no creas que esto te impedirá continuar en la liga. 

- Me gusta el fútbol, en el equipo están todos mis amigos.

- Verás, entrenamos los miércoles y los viernes por la tarde. El Campeonato comienza en mayo y la liga entonces está a punto de terminar. Será difícil que coincida algún partido y si es así, siempre puedes jugar en el equipo. Tenemos suplentes, no te preocupes.

- Me gusta jugar con mis amigos.

Lucía la miró fijamente.

- Vale, me apunto a atletismo. - y sonrió.

Alba consiguió varias medallas en el equipo de atletismo y sobre todo, como cada vez que competía, buena reputación para el colegio.

Sabía que era buena, se sentía orgullosa de sí misma. En casa siempre habían reconocido sus cualidades. Las habían dejado libres y no habían juzgado sus diferencias. 

Azucena era una niña como las de su clase, estudiaba y sacaba buenas notas. No llamaba la atención, le gustaba salir el sábado al cine con sus amigas o a merendar al Burguer. En su grupo todas se peinaban de un modo similar, les gustaba comentar las mismas series. Les gustaba charlar en el recreo del colegio y concursar en los murales que se hacían en patio escolar cuando se celebraba la Semana Cultural del instituto. Participaba también en actividades extraescolares y le gustaba ayudar a sus compañeros en los grupos de apoyo que organizaba el tutor fuera del horario escolar.

Aquel año de Secundaria fue una época compleja para Alba que nunca perdió su sonrisa.

Siguió jugando en la liga, aquel año habían llegado a la final. El entrenador estaba exultante. Llegaron al campo con sus familias, como siempre. Aparcaban, iban hacia la puerta del campo, se saludaban y se despedían de los chicos en la puerta de jugadores. Bajaban todos comentando los que habían hecho el fin de semana. Se sentían nerviosos ante la responsabilidad de una final. Es cierto que no era la primera, pero cada vez era como si jugasen por primera vez. Todos fueron hacia el vestuario para cambiarse junto a su taquilla. Al llegar a la puerta del vestuario el entrenador esperó en la puerta hasta que llegó Alba, le hizo una seña para que se acercase y le dijo:

- Alba, el vestuario de chicas está en lado de la derecha.

Ella se sorprendió, sintió que se le encogía el estómago y casi se le empaparon los ojos de lágrimas. Hasta ese momento nunca se había sentido diferente, siempre habían entrado todos al vestuario y se habían cambiado juntos, ella se sentía una más y ninguno de ellos la veía como una chica. Eran un equipo, eran amigos y siempre se divertían. 

La adolescente miró a su entrenador con los ojos muy abiertos y estuvo así un instante. El tiempo que dura una palabra en quedarse prendida por dentro, por qué.

Fue un buen partido, se llevaron a casa otro nuevo trofeo. Se fecilitaron en el campo de fútbol, se cambiaron la camiseta y celebraron la victoria camino del vestuario. Alba no estaba. 

Cuando terminó el partido se fue corriendo a su vestuario, se cambió sin ducharse y salió corriendo del recinto. Apretaba los dientes para no gritar, sentía rabia, un dolor agudo que no reconocía, también vergüenza. No entendía esto. En casa había aprendido que la vergüenza era algo puntual, que no dolía como ahora.

Salió del campo corriendo, con la bolsa de entrenar medio abierta, medio vacía. Era tarde y ya de noche. Conocía de memoria el camino y siguió corriendo. Sentía rabia y no comprendía. Siguió corriendo hacia su casa, las lágrimas se resbalaban por su rostro como arroyos y saltaban hacia la calle, hacia ese espacio vacío que ella iba dejando al pasar. Cuando llegó a casa tenía la cara sucia, enrojecida. Abrió la puerta con sus llaves y subió las escaleras corriendo, sin saludar.

- ¡Alba! - gritó su madre desde el salón al oír la puerta - ¿Alba?

Oyeron el portazo, se miraron sorprendidos y subieron a su cuarto. Llamaron a la puerta.

- Alba, ¿podemos pasar?

La oyeron llorar y se miraron, empujaron la puerta y la vieron en su cama tumbada boca abajo. Los dos se sentaron junto a ella. Lloraba.

- No voy a volver a entrenar, odio el fútbol. - les explicó sin gritar.

- ¿Qué ha pasado cariño? - prenguntó su padre.

Ella volvió a repetir lo mismo. Al cabo de un rato, agotada, se fue quedando dormida. Sus padres se quedaron con ella hasta que se calmó, la cubrieron con el edredón y salieron en silencio. 

Alba no dio más explicaciones.

Al día siguiente bajó a desayunar. Su mirada había cambiado.

- ¿Estás bien cielo? - preguntó la madre.

- Mamá, me voy a dejar crecer el pelo. Me gustaría pintarme las uñas, ¿puedo hacerlo ya?

Los tres la miraron asombrados, confusos.

- Sí, creo que tu hermana tiene varios pintauñas guardados en una caja en su habitación. Yo también creo que tengo alguno de una boda, aunque no sé si estará un poco seco. - sonrió y fue a coger las tostadas que ya habían saltado hacía un rato. Se habían quedado frías, las cogió con la mano, las puso en un plato y las llevó a la mesa. Ninguno lo notó. Charlaron mientras desayunaban. Era domingo.

Alba cambió de amigos, ya no iba a entrenar y los fines de semana salía al Burguer con sus amigas. En el patio de colegio se sentaba con ellas en el suelo a charlar. Llevaba una falda muy corta. No necesitaba ya pantalones porque no jugaba al fútbol en el recreo.

Cuando cumplió treinta años su familia le preparó una fiesta sorpresa muy especial. Aquel año coincidió con la Semana Santa y organizaron un viaje a Bélgica. La llevaron al aeropuerto sin decirle adonde iban y cuando se detuvieron frente al panel de salida de vuelos Alba gritó.

- ¡Bruselas!

No habían vuelto desde que las niñas eran pequeñas, seguían aún en contacto con sus amigos, pero el trabajo no les dejaba mucho tiempo y cuando tenían vacaciones largas iban a la casa de Denia.

Las hermanas siempre recordaban los días de Bruselas como algo mágico, la nieve, el olor dulce de la ciudad, el chirrido de los trenes cuando iban al colegio por la mañana, los colores en el aula, el frío, la infancia.

Fue un viaje especial. Aunque volaron el día de su cumpleaños, lo celebraron prácticamente durante el tiempo que duraron aquellas vacaciones.

Al llegar fueron a cenar a su restaurante favorito en la ciudad, aún seguía abierto. El dueño los conocía porque solían ir a allí cada viernes después del colegio. Sus padres siempre decían que no era un día  para cocinar y se sonreían. Prepararon la fiesta en casa de una de las amigas de su hermana, consiguieron juntar a casi todos los amigos de la infancia de Alba. Azucena abrazó a su amiga cuando esta abrió la puerta y les invitó a pasar.

- Gracias Marie, - dijo Azucena emocionada. - es que, todo sigue igual. - le dijo emocionada.

Los padres de Marie habían fallecido en un accidente hacía algunos años y ella, hija única, había heredado la casa paterna.

Marie había preparado la fiesta junto a Azucena por vídeo, también los padres habían aportado ideas y entre todos habían conseguido que, salvo los amigos de la infancia que vivían fuera de Bélgica por trabajo, estuvieran allí. Fue una noche maravillosa, parecía que el tiempo, no hubiera pasado.

Se despidieron como si al día siguiente fueran a verse para ir a la escuela. Cada hermana con sus amigos, los padres organizándose para llevar a los niños al colegio y verse una próxima vez.

Volvieron al hotel, hacía mucho frío, pero iban bien abrigados. Caminaron en silencio, llenos de recuerdos y rememorando cada una de las conversaciones que habían mantenido, viendo cada imagen como si fuera una película, grabando en su corazón cada uno de los rostros que habían amado, llevándose impresos en la memoria los olores de la ciudad.

Entraron en el hotel, se dieron un beso de buenas noches antes de subir a las habitaciones. Alba y Azucena dormían juntas. La hermana pequeña se puso el pijama, se cepilló los dientes y se acostó. Se durmió inmediatamente.

Alba se pusó el abrigo, también el gorro y los guantes y salió al balcón del hotel, desde ahí podía ver la ciudad vieja. Hacía frío y la nariz se le quedó congelada y roja en cuanto cerró la puerta del balcón. Empezaba a nevar. Los ojos se le emparon de lágrimas que saltaban desde su rostro hacia la calle. Volvió otra vez a sentir su corazón roto, sintió de nuevo aquel dolor de su infancia cuando decidió no volver a jugar al fútbol y cambiar. Se dió cuenta en aquel momento de que aún no había amado a nadie, de que no se había enamorado. Se vio a sí misma corriendo aquella noche por la calle desde el campo de fútbol camino a su casa. Se recordó a sí misma quitándose las botas de fútbol en el vestuario femenino, sola, sentada en el banco y rodeada de taquillas. Se acordó de la voz de su madre que le pregunta desde el piso de abajo de la casa que dónde había olvidado la ropa de entrenar, que su bolsa estaba vacía y que le respondió que ya no la necesitaba. Apretaba la boca y lloraba con rabía. Se llamaba Al y sus amigos la llamaban así. El corazón se le encogía más y más y lloraba el sabor amargo que deja en la boca el desamor, sentía en su pecho el mismo dolor que aquella noche cuando dedició olvidarse de esa niña y determinó que tenía que inventarse una nueva Alba. Aquella noche, tumbada en su cama boca abajo borró quién había sido y se abandonó. Necesitaba nuevos escenarios. Cambió a sus amigos por las compañeras de clase. Lloraba a solas para que nadie pensara que prefería ser como antes, cuando los días se sucedían solos y no necesitaba cambiar porque, la vida transcurría sin ella que se diera cuenta. Los días de la niñez en que todas las caras le resultaban conocidas y reírse era fácil, porque todos nos reíamos de lo mismo, éramos iguales y nos gustaban las mismas cosas, íbamos a los mismos sitios sin preguntar a dónde. Y comprendí el miedo a sufrir, comprendí que estaba sola y que no sería fácil compartir mi dolor. Hoy me hablas de desamor en la cocina de casa y sí entiendo lo que me cuentas. Te abrazo y te digo que yo nunca he sentido ese desamor del que me hablas porque el corazón se me rompió el día que me dejé crecer el pelo y dejé de ser quien era. El día que traicioné a la adolescente que me hacía feliz y la olvidé durante tantos años.

Cuando aterrizaron en Madrid se quedaron un rato parados mirando hacía la ciudad antes de bajar las escaleras del avión. Se dieron cuenta de que ya olía a verano.

Alba había olvidado ponerse los pantalones cortos y las deportivas. Llevaba aún el chandal con el salió de Bélgica. En el momento en que iba a poner el pie en el primer escalón, su madre la miro y le dijo:

- Pero mira que te que te queda bien el pelo corto, cielo. 







domingo, 15 de junio de 2025

Padre caracol

Ayer lloraste Avena, tú corazón niño se encogió y yo temí por tu inocencia, pero claro, es que no me doy cuenta de que estoy siempre tan cerca, tan temerosa de tu mirada y tus encuentros. Velo por ti Avena. La noche es diferente porque tus sueños son infranqueables. Cuando duermes no temo, porque sé que si tienes miedo me vas a llamar. La noche calma cuando es rutinaria, cuando lo único que cambian son los sueños.

Te pongo en tu cama y te cubro o tú te pones y yo te cubro.

Sin embargo ayer lloraste de separación, cuando entendiste que no podías viajar con tus caracoles.

Mamá y yo te explicábamos. que al país que marchábamos no podías llevarlos, que allí hacía frío y que apenas llovía. Tú llorabas en silencio en tus ojos de ahora. Avena, la cara se te transforma y a veces, no pareces el mismo y yo me aferro a la otra, a la que conozco, cerrando mis ojos para verte mejor. Y tú no te fijas, solo cuando me estás hablando y yo no te escucho. Y no quiero ver que el tiempo pasa también por tu cara.

Hemos bajado al huerto, al cruzar el patio has visto más caracoles y nos has mirado abriendo por un instante tu boca niña. para pedirnos algo y no has dicho ninguna palabra. Tu madre y yo te hemos mirado con el mismo vacío que tú sientes ahora Avena, en estos momentos eternos de tu vida niña que son ahora y para siempre y después te olvidas y no sé si se quedan guardados y serán tu historia, porque el caso es que los olvidas, y como te duelen, nosotras ya no los recordamos más juntos, para que no te vuelva el dolor. 

Tú sigues, cruzas el patio y ya estás en el huerto. Llevas en tus pequeñas manos a tus caracoles, los miras y no dices nada y no nos miras porque no quieres leer la página de la vida que te habla de la realidad. Esquivas ágil los lugares del desamparo y así puedes sonreír, vuelves a sonreír.

Te veo hablando con tus caracoles, yo no sé que les dices, tú madre sí, te mira desde lejos. Llueve. Yo avanzo un paso para ir a tu encuentro, quiero ayudarte y ella me agarra fuerte del brazo. Siento la determinación de su mano joven que no me asusta. Escucho sus palabras de silencio que me llegan en sus dedos. No me vuelvo a mirarla. Tú vas dejando uno a uno los caracoles en el barro, en las hojas de las lechugas, en los palos rotos que encuentras. Procuras que no los tiren las gotas que caen y a la vez procuras que estén entre ellas. Los miras y te mojas y a nosotras eso no nos importa. No sabemos si lloras, no te escuchamos y llueve y entonces tu madre, erguida y mojada bajo la lluvia, te llama, te vuelves mientras nos dice que volvamos a casa, que está lloviendo, que tienes que cenar y que está cansada.

Ya es de noche Avena, la rutina del cielo negro y las estrellas, de tus preguntas infinitas acerca de las nubes o de la luna. Estás cansado, bostezas y te dejas poner tu pijama, como no te gusta dormir solo me pides un cuento a oscuras, un cuento sin libro y tu madre nos apaga la luz y baja las escaleras.

Me llamas y me miras a los ojos y me preguntas
por los caracoles.

Nos dormimos.



sábado, 7 de junio de 2025

MCA



Qué he de temer, lo ignoro – pero, desquiciada, lo temo todo,  sospecho que son causa de tu larga demora.

Las heroidas, Ovidio

Y seguía trazando el círculo en la arena, la circunferencia antigua de angustia y dolor. Procuraba cantar para no asustar a los pájaros y volvía a dibujar meticulosamente la forma. 

La cala, el rincón de piedra y los días. Se escuchaba el mar en calma y la casa. La sal golpeando su rutina y las manos secas, sedientas de espera y de tejer. 

Dejó el palacio hace semanas. Nadie sabía dónde buscarla. Los pretendientes, las sirvientas, la serpiente y el grito desolado del niño en la noche. Oscuridad y terror. 

El festín interminable del abandono, la espera y se preguntaba de nuevo si regresaría. Si podría algún día llamarse viuda o esposa.

Había dejado de mirar al mar. Así era, una nada abandonada, una madeja, el pelo enredado por la sal.

Vivía sola ahora, estaba siempre sola. Nadie ni siquiera por lástima bajaba a escucharla y nadie la acompañaba en su canto, nada. Paseaba sin sentido junto al mar, como buscando algo por la orilla. Miraba la arena obsesivamente como queriendo encontrar tesoros, esperanzas, pero nada, vacío y soledad, silencio. En la aldea hablaban de ella, la loca, la llamaban. Y su nombre era Penélope, la que había dejado de esperar. 

Antes era diferente, miraba al horizonte, búscaba su nave en el vacío o la noche. Y seguía tejiendo. Había empezado el sudario de Laertes después de la marcha de Ulises, algún tiempo después de la muerte del patriarca. Ahora en la playa continuaba tejiendo sin tiempo y cada día la arena desaparecía con el manto que seguía alargándose hasta casi la orilla.

Cuando el agotamiento paralizaba la costumbre de vivir, el hábito de seguir. Solo entonces paraba de tejer, dejaba las agujas a un lado sobre la arena y se levantaba. Entonces extendía el manto un poco más, cubriendo así otro trozo de la playa.

Era el día siguiente de su partida, Penélope aún no hablaba sola, sin embargo tenía esta costumbre vieja de narrar sus haceres. Su voz reproducía sus pasos y narraba los movimientos premeditados de sus manos. En aquellos días danzaba. Por la mañana sin despertarse, salía de la cueva donde dormía y se encaminaba hacia la orilla, descalza, con su corazón arrasado. Nadie diría que penaba, tan solo que estaba desnuda y su piel celebraba la luz recién llegada. 

Era la primera mañana, había dormido sin despertarse, la respiración suave. Cuando estuvo frente al mar lloró. Y así fue cada amanecer, después de la noche, con la primera luz del día salía de la cueva, lloraba, miraba al fondo y se sentaba en el suelo junto al manto, enganchaba la aguja en el último punto sin hacer y comenzaba a tejer.

Y así transcurrieron varios amaneceres y ella llegaba desnuda y comenzaba a bailar. También por aquellos días empezó a cantar. Introducía cambios en su rutina sin ser consciente, no sonreía.

Había logrado caminar por la orilla sin mirar al mar, descalza y desierta por dentro. Sus pensamientos se habían agrietado y sus canciones ya no sonaban como antes.

Se acostumbró al dolor, al silencio, a la espera. Su vida continuaba esta costumbre vacía. Se despertaba, caminaba sobre el manto hasta la orilla y regresaba a la entrada de la cueva para seguir tejiendo. 

El palacio de Penélope, la casa abandonada a la que da la espalda. Desde el balcón de su dormitorio nupcial, ya no se veía la arena de la playa. El manto de Laertes la cubría desde el principio al mar, las olas rompían bajo el tejido y lo hacían ondular.

Un día fue diferente, entró en el mar y nadó adentro. Sintió el agua golpeando su rostro, el pelo enmarañado que se empapaba, sintió su piel, su cuerpo, los pies moviéndose debajo y siguió así avanzando, contra las olas y contra la espuma, sin mirar al horizonte.

Estuvo nadando hasta el mediodía. Su piel reseca se reblandeció y se limpió. Cuando tocó el suelo se dio cuenta de que había pasado mucho tiempo en el agua, caminaba hacia la orilla y se miraba los dedos de las manos arrugados. Penélope tenía los labios amoratados. Su pelo enredado colgaba en madejas y se desordenaba por su pecho. Olía a pescado, a yodo y a aire, fresco.

Salió del agua y se sentó en la orilla sobre el manto, las olas rompían en sus muslos y podía sentir su bofetada fría. Se tumbó y miró al sol, la luz intensa le quemaba las pupilas. Bajo su espalda los nudos del sudario que con tanto cuidado había tejido se le clavaban produciendo una sensación de dolor agudo. Aún sentía que podía dejar de respirar, sin embargo cerró los ojos, cogió en sus manos puñados de arena y los apretó para sentir la tierra. Estaba regresando, podía sentir el murmullo de la nave resonando, el agua agitada. Se quedó tumbada, muda. Dejó que pasara este momento.

Cuando se incorporó, la ciudad recibía al héroe y lo honraba. Lo bañaban en incienso y lo tocaban, lo tocaban. 

Ella lo escuchó, hasta la playa llegó la resonancia de su voz y su quejido.

Preguntó por ella, nadie le respondió, le dijeron pasa, ya no importa, olvida, es tarde.

- He llegado tarde.

La mesa estaba preparada y se sentaron a comer.

Penélope, la abandonada dos veces, la que el olvido borró, de la tierra.

A la mañana siguiente se asomó al balcón del palacio, había dormido acompañado. Los vapores del vino y la pesadez de las carnes. Dos mujeres se acurrucaban junto a él. La brisa del mar rozó su rostro haciéndole llorar. 

En la playa, un manto granate tejido prietamente cubría la arena hasta el mar, las olas rompían sobre el tejido y lo mecían.

Ulises pensó que había pasado mucho tiempo, que bajaría más tarde y se bañaría en el mar, desnudo.

Aquella noche, antes del baño, mandó que recogieran el sudario de la playa. Cuando llegó descalzo, las olas ya habían borrado todas las huellas.

Penélope yacía en la orilla, olvidada de todos, invisible y muerta.



domingo, 11 de mayo de 2025

MDR

 


Hace tanto tiempo y no sé si en este móvil lo he usado.

Me pides que te escriba y te cuente, que recuerde desde el paso del tiempo, de los años. Estoy cansada de escribir, me duelen las manos y me falta la memoria. Ahora pinto, escucho los pájaros y respiro desde mi ventana. Hago fotos cada día, pasa así el otoño, la primavera, por mi ventana y mi casa, el segundo cuerpo.

Voy a prepararme un café, me ha desvelado tu mensaje urgente y tu dolor, querría estar más cerca, pero las distancias son así, como el tiempo que pasa y cuando nos encontramos, se ha marchado, y nos volvemos a perder en los días que se hacen meses…el tiempo, ¿te preocupa?

Pasará también para el dolor que a veces se hace sufrimiento y querrás que no pase; atascada en tu pena, durmiendo para calmarte.

Así me ocurrió a mí.

El desamor…

Es algo que no he vivido una sola vez.

Era tarde, pero cogió el móvil y comenzó a grabarle un audio sobre su historia de desamor para enviárselo después.

el gusto

Era de noche, aquel día subía la Gran Vía, ese fue el momento más amargo, el trayecto de vuelta, volver a la casa vaciada, a los huecos. Lo había dejado en su casa, Agustín se había mudado a la Plaza de España.

Sintió en la boca un sabor amargo, como a hierro, se le pegaba la lengua por dentro y le costaba respirar. Era ya muy tarde, todos los bares estaban cerrados, no era posible parar el coche o buscar algún comercio donde comprar agua. Continuó conduciendo porque qué otra cosa podía hacer. Llorar, lloraba amargamente, silenciosa, rígida. Llovía, se le acumulaba la saliva reseca en las comisuras de los labios, recordando el momento en que miró por la ventanilla del coche y lo vio irse y pensó, ya se ha ido, se va.

Seguía lloviendo cuando llegó a casa, mojada y pegajosa, tenía la cara sucia de la lluvia y las lágrimas habían dejado un recorrido negro por su rostro, se le había corrido el maquillaje de los ojos, una línea negra que siempre se pintaba. Se fue al baño, se desnudó, no se miró al espejo, abrió el grifo de la ducha y se metió dentro. Reclinó su cabeza, abrió la boca, no le importó si tragaba el agua caliente, se quito la saliva pegada en el borde de los labios y continuó llorando. El agua le limpiaba las lágrimas y la suciedad de la lluvia y del lápiz de ojos.

Empezó a llorar debajo de la ducha porque según Montserrat, su psicóloga no deja huella, me lo soltó un día en la puerta de la consulta, cuando nos estábamos ya despidiendo y me dejó confundida, como si hubiese sido una amiga que me lo dijera, no quise darle más vueltas.

Y así era, se levantaba por la mañana para trabajar y se duchaba, salía con amigos, con su familia y se duchaba. Se duchaba siempre antes de salir de casa. A veces también al volver a casa o antes de comer. Algunos días se duchaba varias veces sin darse cuenta. Dejó de pintarse la raya de los ojos y dejó también que pasaran los días.

la vista

Se conocieron en 1977. Él era de El Escorial, de una familia bien. Ella venía de Granada, de Graná, como decían en su tierra. De Madrid le gustaba todo, solo le irritaba el laísmo, no podía comprender cómo no era evidente en esta ciudad el mal uso de este pronombre. Agustín también era laísta, aunque ella terminó por corregirlo, probablemente ahora ya no sea consciente, ya no se corrija.

Los dos militaban en el Partido Comunista. Eran los días de la Transición y aunque aún había miedo, había esperanza. A ella la detuvieron en una concentración de protesta por el asesinato de los abogados de Atocha. Estaban en Antón Martín, ella llevaba apenas un mes en Madrid. La habían ofrecido un puesto de trabajo en un periódico. Pensó que era una oportunidad para cambiar de aires y se marchó de su tierra, del Sur. Madrid le interesó desde el principio. Era divertida, bulliciosa y siempre los domingos había algo que hacer, aunque casi siempre se quedaba en su casa, leyendo o escribiendo. 

Aquella tarde llovía. Silencio, dolor y también mucha tensión. Aún había miedo. 

Había quedado allí con una compañera del trabajo, pero no llegaba. Pasaba el tiempo, seguía sola y dudaba si marcharse, pero el dolor la agarró, y se quedó. Como siempre la policía llegó sin avisar, por sorpresa, corriendo por diferentes callejuelas aledañas a la plaza, acorralándolos. Aquella noche hubo más violencia, más caos, más ilegalidad. 

Eran los últimos estertores de una etapa de oscuridad y como siempre, en los finales pasa así, el miedo a terminar, el desespero, la falta de precaución y entonces el desastre, el naufragio. Arrasar mejor que conservar, la destrucción, porque sí, porque yo ya no veo, ya no quiero, ya no escucho. Romper lo que se pierde y matar, torturar. Aquella noche hubo muchas detenciones.

Cuando vio que la policía comenzaba a cargar salió corriendo, pero aún no conocía Madrid. Se metió literalmente en la boca del lobo, pensó que era la mejor salida, la vio vacía y corrió. Allí estaba la policía, esperando a las víctimas de los hijos de la guerra y de la cárcel. 

Venía de una familia respetada en su pueblo, su madre fue maestra y su padre un hombre de negocios. Todos los hijos habían ido a la universidad y todos, aunque no lo reconocían, tenían aún la inocencia del campo, la ignorancia del mundo de la represión en las calles y el miedo a ser fichado por la policía, los calabozos y la humillación. 

La agarraron de los brazos y la metieron en el furgón con otros jóvenes, en aquellos días todos éramos jóvenes. Sudaba y se le empañaban los ojos. Alguien en el furgón de policía le preguntó si estába bien, ¿estás bien? lo siento, ¿dónde nos llevan? mañana tengo que ir a trabajar. Alguien agachó la cabeza. El suelo del furgón estaba mojado. Ya no se distinguían las huellas de los zapatos empapadas de charcos.

Silencio.

Fue una noche larga. Cuando su familia supo que estaba detenida, su padre llamó al mando del Cuartel de la Guardia Civil de su pueblo. Eran amigos de la infancia, aunque ya no tenían nada que ver. Se despreciaban mutuamente y también se debían favores.

A la mañana siguiente salió. Estaba sucia, pejagosa, sudada. Tenía sed. La luz del sol le cegó, no llevaba las Ray-Ban porque cuando había salido de casa el día anterior era de noche. Parecía que habían pasado días, ahí dentro se pierde la noción del tiempo. Volvió a su casa andando, solo quería ducharse y dormir. Llamó al periódico y dijo que se encontraba mal, que no había podido dormir esa noche, que tenía fiebre. Pensó que podía perder el trabajo, que la policía podía regresar. 

Miedo.

A la mañana siguiente le dolía todo el cuerpo, pero había descansado. Miró el reloj y vio que era tarde, salió deprisa, sin pensar mucho, cogió el metro en Alfonso X y llegó al periódico. Entró sin mirar a nadie, saludó, se sentó en su mesa y empezó a escribir. Tenía varios encargos, el más urgente era sobre el regreso del Apollo 13 a la tierra con todos sus tripulantes a salvo. Nada acerca de las detenciones ilegales, pero claro, ¿qué es ilegal cuando las leyes justifican las violaciones de los Derechos Humanos?

Miró a través de la ventana y el sol le volvió a cegar, los cristales del edificio estaban recién limpiados, como pulidos. La luz se colaba a través de ellos como alfileres, se clavaban en sus pupilas y la cegaban de nuevo. Quiso llorar y se mordió los labios. Sabía que nada de lo que hiciera en los próximos días debía llamar la atención. Pasar desapercibida, y ya está.

Pero bueno, no estoy ordenando nada, mira qué horas son y encima estoy fumando.

el tacto

Por fin terminó su jornada laboral. Seguía alienada. Solo pensaba en llegar a casa y ducharse. Fue hacia la parada del autobús y lo vio. Se reconocieron sin importancia, creían conocerse ya, pero no estaban seguros. En realidad solo se habían visto una vez. De pronto recordó, sí, ayer en la concentración, cuando se escucharon los primeros disparos. Lo había visto correr calle abajo. Se había fijado en él como a veces cuando algo pasa cerca y nos llama la atención, sin que tenga importancia. Después te lo encuentras en la calle y piensas que un rostro te resulta conocido e intentas recordar y a veces lo reconoces, aunque no lo conozcas. Siempre es mejor por la calle amplia y cuesta menos. Bajé corriendo por Atocha, en la rotonda había más furgones, pero me detuve unos metros antes, me sequé el sudor de la cara disimuladamente y respiré hondo, preparado para pasar el cordón. Soy arquitecto, ¿y tú? Llevo viviendo en Madrid tres años, conozco un poco la zona y también cómo funciona la policía.

Charlaron un rato hasta que llegó su autobús. Cuando se despidieron, el contacto frío de su mano sudada la excitó. Al subir sintió sus bragas húmedas, no podía pensar, conocía el camino de vuelta. Cuando llegó a casa se masturbó.

el oído

Sonó el teléfono y se sobresaltó. Corrió a su habitación y abrió el armario, solo pensaba en huir, en hacer rápidamente la maleta y marcharse a su pueblo, al mar. Seguían llamando, le sudaban las manos. Decidió coger el teléfono. Era Agustín, le proponía ir al cine aquella noche, ponían en la Filmoteca Bienvenido Mr Marshal.

el olfato

Y comenzó todo, la historia de amor, la boda, la vida en común, nunca olvidé como olía, aún ahora puedo escucharlo, aún lo veo y lo reconozco.

Y también llegó la ruptura y el desastre. 

Fue antes del puente de mayo. Su tren salía a las 11.35 desde la estación de Atocha. Se había levantado muy temprano. Últimamente era así, madrugaba y disfrutaba de esa sensación de estar activa mientras el edificio dormía. Se preparaba un café y sentaba en la cocina con un libro o el periódico del día anterior si aún no lo había leído. Se fumaba el primer cigarrillo.

Cerró la puerta de la habitación para no despertarlo. En el vestidor comenzó a preparar la maleta, lo siento, ¿te he despertado?, no, no, no podía dormir. Llevaba unos días inquieto, distante, se acostaba tarde y lo escuchaba moviéndose por la casa y se dormía. Se sentía segura sabiendo que él estaba en la casa, que no estaba sola. El ruido de su cuerpo moviéndose le adormecía y ya no lo escuchaba más. 

Le pregunté si estaba bien y me dijo que se sentía atraído por una mujer.

Mar se sostuvo por dentro y trató de aparentar seguridad y fuerza. La boca se le quedó pegada y sintió frío. No quería moverse, por si se desmoronaba. Entonces empezó a bombardearle con preguntas, fría, seria, sin lágrimas. 

Cuando el tren empezó a moverse, miraba por la ventana y lloró. 

Al llegar a Granada, en la estación, vi a mi sobrino y a mi hermana que me esperaban. Ahí sentí la primera ausencia.

Desde lejos alzaban la mano para llamarla, fue hacia ellos y los abrazó, me voy a divorciar. Nada más llegar a la casa de su hermana llamó a un amigo especializado en divorcios para que le mandase los papeles. Actuaba eficaz, segura de lo que hacía, pero sin pensar. 


De vuelta en Atocha cogió un taxi, se sentía agotada, era de noche y solo deseaba llegar a la casa y acostarse. Hacía un calor asfixiante, era su primer verano después de la ruptura. 

Al entrar en la casa vio la luz encendida. Estaba allí. Se sorprendió a sí misma porque hasta meter la llave en la cerradura no había sido consciente de que estaría. Todavía vivían juntos. Así estuvieron un tiempo en el que aún se sentían atraídos. Tenían sexo cuando se encontraban por el pasillo, en la cama dormidos cuando se rozaban, en el ascensor o mientras ella se duchaba y él entraba al baño sin llamar a la puerta. 

Querida, tú crees que así la recuperarás, que te desea, que volverá a amarte como al principio. Sonríe y continúa con el aúdio.

Le molestaba que esto continuara, le enfadaba. Entonces se sentó a hablar con él y le dijo que se tenía que ir.

Viví un luto importante en el sentido de que no me apetecía mucho salir con nadie. Quería estar sola, me sentía a salvo en el silencio de la casa donde ya no se escuchaba el sonido de su cuerpo al moverse.

En aquellos días estaba activa, procuraba cada día que no le quedara un solo hueco de alivio, de descanso, de parar. Formaba parte del comité de empresa. Eran ya los días de la democracia y la Transición era lo más parecido a la libertad.

Salía a menudo a preparar las reuniones del comité, participaban también en las asambleas y casi siempre volvía a casa, todavía sola, a las tantas. Sin embargo le daba pavor ir a la Filmoteca y encontrárselo.

Se dio cuenta de que atraía otra vez a los hombres, a algunas mujeres. 

La primera vez que tuvo sexo con alguien fue extraño, fugaz, olvidadizo. Le sorprendió no haber pensado en él mientras estaba en la cama con otro cuerpo. Y así fue desapareciendo de su recuerdo permanente. Sin embargo, aún le creaba cierta ansiedad cuando escuchaba el ascensor pararse en el cuarto porque aún estaba la sensación de que pudiera volver. Se preguntaba cuánto tardaría en olvidarlo sin darse cuenta de que progresivamente se iba viendo sola. Pasó del plural a la primera persona y un día, ya no sintió angustia al despertarse y ver un lado de la cama vacío.

Estoy tratando de evocar, claro han pasado ya tantos, tantos años que lógicamente no lo puedo ver con el dolor que tú ahora tienes.

Empezaron a quedar para comer juntos una vez a la semana y fue entonces cuando más hablaron, de cosas que sobre todo él no había dicho hasta entonces, lloraron también. Le dijo que no solo sufría quien era abandonado, que también sufría la persona que abandonaba, que había momentos en los que él todavía se equivocaba de nombre. 

Ella poco a poco fue capaz de escucharlo y dejó de sentir rabia mientras seguía olvidando.

Y así transcurrió el tiempo y conoció a Manuel y volvió a vivir en pareja y también se acabó y después tuvo otras parejas que también se acabaron.

El desamor volvía a su vida una y otra vez, pero ahora era diferente. Tal vez porque aquello no eran proyectos de vida o porque había perdido la inocencia de creer que las historias de amor podían ser para siempre.

Tenía también más años.

En cualquier caso comprobaba otra vez que siempre era el mismo viaje hacia la tristeza y el desamparo y reconocía las antiguas sensaciones del vacío y el dolor. 

Con el tiempo se fue volviendo más solitaria, más dura. Mientras su vida cambiaba, porque es inevitable, tu vida cambia.

Las rupturas siempre te desorientan, no te voy a mentir. Sin embargo la mayor desolación de mi vida ha sido la muerte de mi madre. Y es que el desamor es un poco como la muerte, pero menos y el luto, que te va llevando a la realidad y la vida otra vez.

Levantó el dedo del teléfono y dejó de hablar. Estaba ya amaneciendo. Apenas quedaba ya agua en su vaso y vio que el cenicero estaba lleno de colillas, he fumado demasiado. 

Sentía un poco de dolor.

Sonó el teléfono, era la mujer de Agustín.

- Mar, Agustín ha muerto. Se ha ido esta noche sin dolor. Le inyectaron la morfina hacia las doce de la noche. Cuando entendí que era el final te llamé. Supongo que dormías porque no me cogiste el teléfono. Estoy tranquila y él también, fue como cuando se quedaba dormido en los últimos días del hospital y le acercaba mis dedos para comprobar que respiraba, aunque estaba sereno. 

Hoy por la mañana lo llevan al tanatorio de la M-30, el que está junto a la mezquita.

Dejó el móvil en la mesa y se fue hacia la ventana, la abrío y dejó que pasara el viento del amanecer. Se escuchaban los pájaros, olía a campo mojado y el sol la cegó. Cerró los ojos y lo vio corriendo calle abajo y reconoció su olor en el aire.

Aquel día no se acostó.






sábado, 3 de mayo de 2025

¿Y aquí, cuántos años tendré?


Me he quedado dormida. No me daba cuenta de que aún jugabas entre las flores soñando con ser mayor.

Lo último que recuerdo es que cortabas margaritas para tu madre, pequeñas margaritas silvestres y que me las dabas. 

Como cada vez que me quedo dormida, tú, que estabas hablando, contándome una de tus historias, te das cuenta de que me he dormido. Siempre es igual. Tú te vuelves y yo ya no te escucho. Me miras y te vuelves. Yo nunca sé si sonríes o te contraría que me haya vuelto a dormir. Nunca lo sé, porque ya estoy dormida. 

Esta es la prueba de tu presencia, eres en el otro lado, cuando te quedas solo y me das la espalda y yo te la guardo dormida Avena querido. Porque sabes que siempre jugamos en los lugares tranquilos, porque sabes que estamos a salvo, que nadie vendrá a molestarnos. Tú y yo Avena niño, nosotros solos entre las flores y las abejas.

Yo pensaba que no quería que crecieras, quería en ese momento que te quedaras así para siempre, pero no podía decírtelo Avena. A los niños no podemos decirles que no se hagan mayores, que no crezcan, que esperen a que nosotros nos detengamos o nos durmamos o nos vayamos.

Yo lo pienso Avena, y me callo.

Me has despertado, te has subido en una roca y me preguntas.

- ¿Cuándo sea así cuántos años tendré?

Abro los ojos perezosa, el zumbido de las abejas me ha vuelto a adormecer. Me preguntas otra vez, me llamas, vienes y me zarandeas, me susurras al oído.

- Yaya, yaya, despierta. ¿Cuándo llegue aquí cuántos años tendré?

Te miro con los ojos aún empañados y pienso que tienes ya 10 años, que has crecido y que el tiempo se ha vuelto a olvidar de recordarme que pasaba. De nuevo no se ha detenido, otra vez. 

Me sobresalto y me siento entre las flores. Tú te enfadas y me dices que he aplastado las margaritas, las que habías recogido para tu madre, que me habías dicho que al llegar a casa las ibas a poner en un vaso pequeño, en agua, como hice yo la última vez. Yo no tengo tiempo de disculparme.

Hacemos el camino de vuelta a casa en silencio, tú enfadado y yo, como adormecida, ausente. Son ya varios días que estamos solos, que tu madre no ha llegado. 

Los días nos han traído este silencio que me da sueño y que a ti te lleva por el prado sin pensar en mí. Sabes que estoy y duermo y que por alguna razón cierro los ojos. 

Volvemos a casa, te subes en cada tapia y me preguntas, en el tronco de los árboles, no pisas las flores, tampoco las cortas. Persistes en tu afán de crecer y concretar el tiempo en tu cabeza. Yo me digo que qué te importará el tiempo, me enfado, sigo caminando sin hacerte caso, mirando al suelo, fijándome en las briznas de hierba que ayer, cuando pasábamos, eran brotes y que aunque las habíamos pisado, se han vuelto a ergir. 

Me preguntas interminablemente que cómo serás cuando llegues ahí, que cuántos años tendrás y subes cada vez más alto, más arriba, hasta que ya no sé qué decirte, hasta que apenas te veo Avena. 

Allí lejos, desde la colina me saludas pequeño y sonriente. Puedo ver tus ojos reflejando la hierba, en tus manos se proyectan las sombras de las flores. Tu voz resuena en el valle y te ríes. 

Llego a casa y me doy cuenta de que nos hemos dejado la puerta abierta. Entro.

Te dejo saltando solo, subes y bajas pregúntandome desde lo alto, yo te veo mientras abro la puerta y te respondo con números, hasta que ya no tiene sentido y no puedo decirte más. Me vuelvo y entro en la casa, dejo la puerta abierta por si me duermo otra vez. 

De pronto escucho tus pasos saltarines, tu sonrisa de Avena. Has venido corriendo a casa, tienes hambre. Me preguntas otra vez subido en el banco, de espaldas al valle, que dónde nos sentaremos para ver crecer las flores, me miras fijamente a los ojos y me preguntas, ¿y aquí? ¿aquí cuántos años tendré?

Ahí doce querido Avena, doce sí.

- ¿Tienes hambre? 

Me respondes que sí, que ya me lo has dicho y vienes corriendo a cogerme de la mano. 

Has vuelto excitado de tanta primavera. 

Entramos en casa y me cuentas interminablemente todas las cosas que has visto.

- Vamos Avena pequeño. La cena está preparada y tienes sueño.

Entras por fin, cierro la puerta y te miro quieta, vas corriendo hacia la mesa. Pienso que te subirás en la silla y me volverás a preguntar que ahí cuántos años tendrás, yo ya estoy preparada y he adivinado el número, pero esta vez ya no me has preguntado. Bostezas. Ya estás sentado a la mesa. 

- Venga, date prisa yaya, tengo hambre.

Yo te sonrío y voy, me siento a tu lado y empezamos a cenar.