De niña odiaba la escarcha en sus manos, le sudaban las palmas y creía morir de dolor. Nunca fue aventurera y los campos de Jaén la caminaban sin rumbo, parecían llamarla a veces en la noche como en un aullido marino para que embarcase en cualquier barco, en cualquiera de aquellas calesas que pasaban cada día por Porcuna. Ella soñaba despacio, sin grandes pretensiones, como en un espacio en blanco entre el atarceder y la cena. Ponía siempre la mesa, colocaba los platos en un afán desidioso por culminar la tarea, no llevaba nunca medias, porque le habían dicho que delataban las olivas. Creía de todo, como en costura y aguardaba a la vida sin ambición, como quien llena cubos de agua para fregar la loza. Vivía, vivía entre realidades pulidas y encontraba cada día, un motivo más para respetar a sus padres.
Aquella mañana la escarcha cubría sus manos, todos dormían, el padre roncaba en un afán desbocado por silenciar a los grillos. Ella querría mascar la paja seca sin pensar en lo que hacía, ella quería retomar lo espontáneo, lo que no sabe a nada.
Su hermana la sacó de aquel ensueño y la condujo hasta la cámara, allí se secaban los chorizos de la matanza. En el altillo aún gritaban descomunales los aullidos de los cerdos. Probó el chorizo que colgaba de un clavo en el techo y sintió la sangre bullir en su intestino.
Cerró los ojos, soñó que estaba en casa, que su madre preparaba un café que aromaba toda la sala, que su madre...y cerró los ojos de nuevo. La serranía tomaba los espacios vividos y ella decidía que no se quería ir, que se escondería en el hueco de la sombra de la nada, que se camuflaría entre la nada, que dejaría de existir.
Se llenó los bolsillos de olivas y escupió en la arena escarchada. No podía respirar y un nudo cercenaba su garganta. Sin embargo, nada había cambiado.
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