sábado, 7 de septiembre de 2013

Costumes


Ha llegado impecable, la chaqueta del traje sin una arruga, el pañuelo de la pechera recién doblado y una parajarita de terciopelo azul metálico ceñida al cuello, como a él le gusta, apretada, muy apretada, para poder así disfrutar lentamente el placer de mi asfixia, de mi asma, de mi respiración que se corta en la mitad de pecho, a la altura del centro del universo y muy lejos del centro de mí misma. Yo me he dejado, como siempre. Me admiro de mí misma cada vez. Una vez más me desplomo en el filo de su uña de plata, recién afilada, absolutamente afilada. Esta vez no hay duda, voy a sangrar. 
La luna hoy está oculta entre las nubes y en la mañana las horas se han disfrazado de pesadilla. 
He vuelto a soñar. Eran las cinco y diez de la tarde, pero aún era por la mañana. Veíamos pasar la calle desde nuestro gran ventanal. Yo me ahogaba, sabía que él lo estaba percibiendo y sabía que jugaba a la indiferencia. 
Él recorre perfectamente el camino entre mi vacío y su carcajada. 
Salgo fuera, ya no puedo respirar, me estoy muriendo, voy perdiendo los últimos gramos de mi cuerpo adormecido, me estoy muriendo. Me repito esto una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez. Es algo que me hace sentirme más segura, es una máxima. La muerte es obvia y por lo tanto, es un referente.
Me armo de valor, esta vez sí voy a entrar y voy a mirarle a los ojos y voy a decirle que me marcho y me voy a girar y voy a caminar hasta el final de la calle y cuando llegue a la esquina dejará de verme y no podrá verme más y yo ya podré respirar de nuevo, como antes de conocernos, como cuando no nos conocíamos. E imagino que voy corriendo entre las fachada y los coches, me imagino en Londres y sueño con llegar algún día hasta Caledonian Road y con montar de nuevo en mi bici, que está oxidada y cubierta de telarañas después de todos estos años, y sueño con que recordaré cómo se hablaba en inglés y cómo se volvía a casa y dónde estaba la biblioteca y en dónde dormía cuando ya no vivía allí pero aún no había llegado a casa. Y volveré a creer que Peter Pan, tal vez existe y que una vez fui una niña y ya no puedo respirar y él está a mi lado. Me recoge pulcramente del brazo, como si yo fuese una bailarina de papel de servilleta, humedecida después de la comida y danzando patética. Y de nuevo me recojo, como si fuese un tablero de Monopoli y me doblo en cuatro partes, una de ellas cortada, perfectamente cortada, para que todo sea perfecto. Porque con él, todo es perfecto, sin mancha, impecable como su atuendo, como el tiempo que invierte en desdoblarme, como el peso del vacío.
Vacía.

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