viernes, 8 de junio de 2012

25-4-12


Alcanzo el fondo del fondo en veinte minutos innumerables de un instante múltiple de mi vida...me destruyo, deseo destruirme, caer y olvidarme de mí misma en esta autoinmolación del fango enlodado. Derretir mis manos que rascan la parte blanca de mis ojos delante de la tapia de ladrillo derruido. La mirada se pierde en transeúntes desdibujados y destilados en mis ojos de cristal. No veo, me asfixio y pujo más en la subasta. Asfixiarme, quién da más. Autoinmolarme en un acto de abstinencia total, carecer en la carestía para desintegrarme, para desaparecerme, para consumirme y ver hasta dónde el cuerpo puede alcanzar el aliento. Cesar, dejar que el aire se supere en una carrera por llegar el primero a los huecos de la nariz, para coger un oxígeno que repelo, que no deseo, que entra por inercia como entran y salen los fluidos, en una ceremonia absurda del organismo. Estoy en mi cuerpo sin entender que soy sangre y piel, porque solo soy madeja girante que se demuele a sí misma, que se enreda hasta ser inútil. 
Gritos en la calle, gemidos de aliento, manos de supervivencia, terremotos, maremotos, derrumbes de monolitos...se apartan, nadie desea quedar atrapado entre los escombros. Me dirijo hacia allí, los desenredo y me cobijo entre las piedras que me apuntalan. Me clavo consciente las lascas de ladrillos demolidos. Me quedo, me pego y lamo el polvo de la suciedad urbana. 
Me destruyo en un único día.

Me exculpo, me bebo, devoro un garbanzo de lujuria reseca, escucho la voz de la lija que me acaricia mientras me duermo con los ojos abiertos. Bebo sin querer, como en una inercia compartida, como en una mano que me guía hacia la cuchara repleta del alimento que se me evapora en los labios. ¿Qué cuerpo? ¿Qué importa?

Salir.

¿Vivir? ¿Por qué? Adiós.

Dos días, uno para ducharme, otro para negarme. Y así entre me voy y me voy, me rehago en rabias reconocidas que salen por el camino habitado. Y mueve mis pies en pulsiones de ira contenida y miro con los ojos ardiendo, como en el escozor de la adolescencia cercana, como en el sabor de la cocaína. Y miro hacia las señales de tráfico, hacia la luz rayada de los semáforos de una ciudad que ya no me reconoce. Y entrecierro los ojos para apretar las tripas y agarrarme el coño en un deseo incompartido. Y me alzo en una torre de varas de hierro forjado que no tienen emociones, solo frases sueltas y oraciones simples que me aclaman, que me aplauden, que me veneran en una ceremonia absurda de mí misma. Y me levanto tropezantemente sin querer caminar, pero nadie lo ve, porque estoy caminando en este recorrido en donde la emoción se ahoga y se retiene y se asesina. Y cabalgo entre lo urbano sin sentir ya, pero guardando un momento al deseo, porque solo el deseo me agarra y me amarra y me ahoga y me asfixia en un litigio de placer incontenido. Dos días, vuelvo de entre las ruinas, gimiendo.


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