La espiral enreda otra vez nuestras conversaciones, otra vez nos hemos vuelto a quedar solos, otra vez se ha vuelto a derretir el cocido sobre la mesa de gala, no sé muy bien por qué, tal vez hoy estaba más caliente que otras veces, tal vez lo ha puesto en ebullición sin prevenirnos, pero de pronto, por primera vez, la porcelana se deshacía y toda la sopa se derramaba sobre nuestra mesa, sobre su mesa...
He querido desprenderme otra vez de esta idea densa que me acosa últimamente, este juego perverso de los objetos cotidianos que persisten en jugar al escondite conmigo. Intento serenarme, y ensayo movimientos básicos, como buscar un tenedor en el cajón de mi madre o saltear los cedés en el wok o construir castillos de naipes con los granos del basmati... salgo un momento de la habitación para lavarme las manos con orines, el olor se evapora continuamente y me lo prendo otra vez para buscarme, para encontrarme, para no perderme en la madeja, sí, mi olor me llevará hacia mí otra vez y esta vez no me fundiré con la nada. De nuevo no entiendo este afán de recoger mis despojos y lamerlos. Lámeme tú mejor, cada día te esmeras en tu práctica depurada de absorber con tu lengua el recorrido de tu muerte, tal vez quieras borrarla, lo comprendo, y yo, me desvelo en tu sendero de sangre reseca y me voy deshaciendo en piezas de puzles que ya no encajarán. Te llamo, pero ya no oyes, sin embargo yo necesito gritar tu nombre para jugar a que existimos, a que la marea de agosto no nos ha llevado todavía. Vulvas inflamadas.
- Petit, ¿dónde estábamos? El mar nos devoraba y tú me mirabas con tus bellos ojos de sal marina que se te resecaban por segundos sumidos en el pavor. Y me rogabas que fuese un héroe, como otras veces y me lo rogabas con tus ojos de Mediterráneo mientras te ahogabas y me pedías que no te dejase, que me ahogase contigo, pero que no te dejase solo. Tu inconsciencia como otras veces me arrastraba, pero por esta vez aferré los pies a la arena movediza, el mar me mordía los muslos y clavaba granos de arena en mis piernas. Yo no sé lo que tú sentías, pero ahora yo también tenía miedo.
Como tú suponías supe qué hacer, cuando te di la mano ya no existía el azar, solo mis palabras escribiendo nuestra vida, borrando con la goma de las olas un final improvisado que dejó muchas páginas en blanco. Nos arrastró el mar mientras yo me despedía de la nada por la pista de arena, entre las zarzas de septiembre, con el mar rugiendo en mi oreja y el maíz fingiéndose poeta. Mi madre se asomaba otra vez a la ventana y suplicaba al cielo que esta tarde hubiese una maravillosa puesta de sol.
Viajar con moleskines arrugadas y leyendar prólogos inventados por empresas soñadoras de metáforas capitalistas. Vomitar palabras malsonantes y cubrirla de saliva pegajosa que humedece sus hojas y las arruga como en el Norte. Restregarla por mi cuerpo y por los cuerpos que se pegan sudorosos cada mañana en el metro, que se me pegan sudorosos. Jugar al no tocarnos sin incorporar los movimientos del vagón. Moleskine sonríe en el bolso porque sabe que saldrá en cualquier momento, es caprichosa y a veces salta en medio de la masa de brazos confundidos, y entonces, escribo. Roja o papel continuo, escribo ordenadamente sin preocuparme de lo cotidiano, porque hay objetos que se descubren a sí mismos y se reinventan reinventados las vidas. Apenas los viajeros destino con retorno aprecian mi movimiento, soy muy leve y ya no me froto.
Hay espacios tóxicos, lugares donde otra vez se salpican los pechos con palabras de mostaza, hay espacios tóxicos donde cada vez alguien llora para consagrar el sacrificio. El altar consume sus platos humeantes sin cubiertos y las sacerdotisas sin sexo devoran los alimentos, insaciables, en una orgía de grasa y carne cruda. Otra vez se desarman las conversaciones.
Chatterton ha salido de la sala sin ser visto, era una sombra, era un fantasma. Sin embargo, ha querido dormir con la ventana abierta sin volver a escuchar el canto de los pájaros que amó.
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