Cuando
se ha vivido, no se puede olvidar lo vivido, porque va sumando conceptos en la
epidermis y cada día se recuerda, se relee o incluso a veces, lo reescribimos
con el paso del tiempo.
Y
entonces, vivir en el susurro, apagar el racimo de rumores que se cuelan por el
tiempo, recubrir la colcha de la cama con tapioca y leche, rebajar los sonidos
que tamizan mi espalda en la mañana, y volver a dormir, y despertar en la noche
mojada de sudor, y recordar los barrotes de mi cama agarrotada y murmurarte sin
miedo que me cuentes cómo has sido con el paso del tiempo, cuándo descubriste
el calor de las tardes cansadas.
Pasa un
zorro. Cuando pierdo la cuenta de su día a día, me siento perdida. Tal vez es
porque ya no viene debajo de mi balcón, porque ya no me observa con los ojos
brillantes, más certeros que los míos, que se vuelven de aguas estancadas con
el paso del tiempo.
Salgo a
la calle, me diluyo entre el aroma mojado de la ciudad sin tiempo, me escurro
haciéndome la invisible y paso desapercibida. Nadie te mira; nadie te toca;
nadie ni tan siquiera te roza. En la ciudad de la lluvia nada se dilata, me
siento en el escalón de Angel, los zapatos avanzan, he perdido mi caja babeada
de nodles, hoy no llevo la falda. Ya no sonrío.
Sin
embargo, los días se repiten, pero no dejan rastro.
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