viernes, 27 de abril de 2012

Desastres


He regado las plantas y se me ha derramado la sangre de clorofila por el suelo de la terraza, nadie ha percibido este cambio mientras el agua se evaporaba en nubes diminutas por mi casa. 
Al llegar al final, he visto los papeles mojados sobre las baldosas, los papeles serpentina que servirían para saltar a una comba frágil de segundos infantiles, de pasajes nebulosos recordados, como aquellas bolitas de madera que saltaban en mis manos diminutas, cuando ya eran grandes para mi tamaño y secaban los orines de mis sábanas siempre mojadas por las noches. Me he quedado inmóvil, con la mirada fija delante de la cascada de arroz, con la mirada de pez y no he conseguido desenredar la frágil madeja que se rompía en mis manos. Paradojas, mis manos hoy no secaban el agua y eso significaba que yo me quedaba muerta en la terraza, como petrificada y mojada, igual que los papeles detenidos, como yo detenida, sin acciones.


Los frenazos en seco son como mis papeles mojados, pero mojados. Es divertido jugar con las palabras cuando se te retuerce la piel debajo de la camiseta y nadie percibe tus pechos arrugados desde el ansia vacía del deseo frustrado. Es curioso, no he hablado aún del deseo frustrado. Del sueño roto de mis bolitas de madera que yo jugaba a la perfección, sola, en la escalera de la buhardilla de mi abuela comepiedras. ¿Cuántos deseos frustrados se acumulan a lo largo de una vida? La respuesta sería proporcional a la ecuación de tus desprendimientos diarios. Yo, por ejemplo, me voy deshaciendo en fluidos desde el recorrido de mi casa al colegio. ¡Qué estupidez ir aún al colegio! Así es imposible romper con la infanciadolescencia. La adolescencia es un deseo frustrado desde que se levantan hasta que se duermen, es la aspiración caducada antes de salir de sus bocas, es el desprestigio de la vida y el deshonor de un sueño. 


Y mientras pienso con palabras dentro de mi cabeza vuelvo a encontrarme de frente con mis papeles mojados, inútiles, con los que ya, no puedo construir nada. Y no quiero dirigirme a ellos, porque están mudos y llenos de sombras, porque no pueden escuchar, porque son cosa. Y mientras los miro, me voy deshaciendo por segundos y renuncio a beber para acogotarme un poco más en un atardecer mugriento.

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